Cada 28 de diciembre, los cristianos recordamos a los Santos Inocentes, aquellos que Herodes mandó asesinar cuando vio amenazada su posición de rey. El que entonces ejercía el poder eligió quién debía vivir o morir.
Hoy, sin embargo, Occidente, a la vez que legisla toda clase de derechos, se olvida del primero de ellos, el derecho a la vida, legitimando el aborto y, por tanto, permitiendo a otros decidir el destino de los más indefensos: los concebidos pero todavía no nacidos. Como decía San Juan Pablo II cuando visitó nuestro país en 1982, «¿qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas?». Esta es la paradoja del siglo XXI y, aunque hayan cambiado la época o los medios, el trasfondo es el mismo: se descarta al que molesta.
Ante esta situación, los católicos tenemos un reto fundamental, pero para afrontarlo quizá nos falte análisis, paciencia y vista larga. Aunque ésta es una tarea que no sólo compete a los políticos, sino que nos debe interpelar a todos, sí que me gustaría compartir algunas reflexiones que, afiliada en un partido político y comprometida con la causa provida, he podido realizar con mucha gente a mi alrededor. Con esta reflexión no pretendo convencer a nadie de mi punto de vista, simplemente invito a quien me lea a pensar un poco más allá.
Muchos perseguimos el mismo objetivo: el fin del aborto. Pero también sabemos que a día de hoy, esa meta no es realista en el corto plazo. Durante años, muchas generaciones han crecido sin formación al respecto (o no queriéndose dar por aludidos), considerando que el aborto es un derecho de la mujer y un avance en libertades. Yo no creo que esta idea pueda destruirse sólo con una prohibición.
La batalla legal y social, a día de hoy, la hemos perdido. Pero los católicos, y especialmente aquellos que nos implicamos en la política, tenemos la tarea de esclarecer la verdad sin imponerla e intentar que los demás la descubran y quieran seguirla. En ningún caso debemos renunciar al objetivo ni a la verdad, pero quizás sí es conveniente tener una estrategia.
Estoy convencida de que el aborto acabará, como también terminó la esclavitud. Pero mientras tanto, nos toca rezar y actuar. Porque puede que el aborto no sea ilegal, pero sí que podemos, entre todos, conseguir que sea impensable.
Lucía García Barrachina







