Quizá muchas personas sientan vergüenza de que otras las vean llorar, como si un rostro lloroso fuera una humillante manifestación de debilidad, un signo de inmadurez, o de incapacidad para sobreponerse a determinados acontecimientos de la vida. No me parece muy feliz el comentario de Jacinto Benavente a propósito de las diversas circunstancias en las que llora un hombre y una mujer: “Los hombres, comenta, lloramos casi siempre solos; las mujeres no lloran sino cuando tienen a su lado una persona amiga que puede enjugar su llanto”. Y no es feliz, sencillamente porque todo ser humano que llora desea ser consolado, aunque quizá pocos son conscientes de que quien únicamente les puede consolar allá en el fondo de su alma, es Dios: era lo que pensaban los hombres y las mujeres, a los que, a lo largo de mi vida, he encontrado llorando en solitario en un rincón de una iglesia.
“Una vida en la que no cae una lágrima es como uno de esos desiertos en los que no cae una gota de agua; sólo engendra serpientes”. El comentario de Castelar, aun con su buena dosis de romanticismo, no deja de ser acertado. Sólo quien sabe llorar, no odia, no guarda rencor, no alimenta deseos de venganza, y consigue dar rienda suelta a la alegría de su espíritu con una serena sonrisa.
El sonreír después del llanto es como el arco iris, un símbolo de paz, de serenidad. Y, por el contrario, El no saber, o no querer llorar tiene ya un atisbo de maldición, una condena a ser cruel, y a no perdonar nunca. Es una de las desgracias que puede ocurrir en la vida de un hombre, de una mujer.
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Publicado en Religión Confidencial