Randa Hasfura Anastas, Fundacion Ecumenica de Tierra Santa
Hay lugares donde la historia no se ha detenido, sino que sangra lentamente bajo el peso del tiempo. Palestina, esa tierra de colinas, desiertos, valles y olivos: que los mapas llaman Tierra Santa, es uno de ellos!
Allí comenzó el misterio cristiano; allí el cielo tocó la tierra y la Palabra se hizo carne. Pero hoy, el suelo que vio nacer la esperanza y la redención está cercado por muros, alambrados y torres de vigilancia. En ese paisaje de bloqueos y permisos, los villancicos suenan como una mentira piadosa: “El camino que lleva a Belén” ya no baja entre pastores y corderos, sino entre soldados armados y asentamientos israelíes.
Estamos a 1 mes de cerrar lo que llamamos el “Año Litúrgico” (ese calendario del alma que marca el pulso de nuestra fe con el que la Iglesia conmemora toda la historia de la salvación): concebido allí, en esa tierra donde el tiempo se volvió eterno. Sí, sí, Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua no son solo etapas del año litúrgico: son, también, los nombres antiguos de esa geografía.
El Año Litúrgico avanza con su serenidad de calendario sagrado pero se vive con ironía en los lugares donde “sucedieron”: mientras los cristianos del mundo estamos a punto de encender velas, adornar árboles y preparar los villancicos de siempre, en Belén los comerciantes apagan las luces de sus tiendas y los artesanos de madera de olivo cuentan los días sin turistas.
El Adviento palestino es una espera sin final: no a la espera del Mesías (quien ya vino), sino la de un permiso para cruzar el muro y poder ir a misa o visitar familiares. Y la Navidad palestina, es ver la ciudad de Belén iluminada, pero ya ni si quiera por júbilo, sino para atraer a los pocos peregrinos que se atreven a venir, a pesar de los controles. En la Basílica de la Natividad, los sacerdotes rezan en medio de una ciudad opaca, mientras afuera los niños venden rosarios de madera de olivo a viajeros que pronto volverán al lado israelí. El pesebre sigue ahí, pero los pastores ya no pueden acercarse.

Y entonces, tras las fiestas, llega lo que en el calendario cristiano llama el Tiempo Ordinario: esa larga etapa del año en que la vida vuelve a su cauce, sin el dramatismo de los misterios mayores. En Palestina, sin embargo, lo “ordinario” es el bloqueo. Desde 1948, la normalidad se llama ocupación: check-points, registros, permisos, toques de queda, cierre de fronteras. Lo cotidiano es vivir con el muro al fondo de la ventana, con las tierras confiscadas, con las iglesias separadas de sus fieles por carreteras militares. Lo ordinario es que los niños aprendan a reconocer el sonido de los drones o aviones militares antes que el de las campanas.
Lo ordinario es que los cristianos se marchen, poco a poco, hasta quedar convertidos en una minoría casi invisible en la tierra donde nació su fe.
Y cuando llega la Cuaresma, las colinas de Jericó recuerdan la soledad del desierto. Aquí, según el Evangelio, Jesús fue tentado entre las piedras. Hoy, quienes viven en esas mismas tierras también son tentados: a la desesperanza, al silencio, al exilio. Los peregrinos que aún caminan por esos
senderos ven la pobreza y el abandono, y entienden que la cruz de Cristo no terminó en el Gólgota en el año 33. En Palestina, cada día es un Viernes Santo, y cada amanecer un recordatorio de que la redención todavía no ha llegado. Una penitencia sin calendario!
La Pascua, ¡que magnífica fiesta!, tiempo de luz y resurrección, debería llenar de júbilo a Jerusalén. Pero la ciudad más santa del mundo es, a su vez,… “la más convulsa”. Las campanas se mezclan con los altavoces de las mezquitas, y los soldados israelíes no dejan de vigilar las puertas del Santo Sepulcro… de crear tensión en la ciudad santa.. En la Vía Dolorosa, entre puestos de control y miradas desconfiadas, los peregrinos avanzan con cruces de madera, como si cada paso fuera una súplica por la paz. En esas calles, la resurrección se vuelve una “forma de resistencia”: seguir viviendo, seguir creyendo, seguir esperando…
Y, sin embargo, pese a todo, en Tierra Santa “se respira fe”. Los cristianos palestinos (esas “piedras vivas” que siempre menciono en mis artículos) mantienen la llama encendida. Tallan imágenes, enseñan en escuelas, celebran misas, y conservan la esperanza con la terquedad de quien sabe que la fe no es un “sentimiento”, sino una forma de “sobrevivir con esperanza”.
El resto del mundo, ocupado en sus propias urgencias, parece haber olvidado que allí, entre el polvo y las piedras, se juega todavía el sentido mismo del cristianismo. Porque Tierra Santa no es un museo ni un parque de atracciones del Evangelio (como muchos movimientos católicos lo toman). Es un territorio vivo, herido y santo, donde la fe y la historia se entrecruzan en un combate silencioso. Cada Adviento, cada Navidad, cada Cuaresma, cada Pascua, debería recordarnos que la fe nació entre gente concreta, en una tierra concreta, y que esa tierra sigue clamando justicia.
Si los cristianos del mundo recordaran que Tierra Santa no es solo un lugar del pasado, sino un presente que sufre, quizá el Adviento sería esperanza, la Navidad alegría, la Cuaresma conversión, la Pascua resurrección… y el tiempo ordinario, por fin, tiempo de vida.







