Javier Pereda Pereda

En la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, la liturgia de la Iglesia anuncia: “María ha sido llevada al cielo, se alegra el ejército de los ángeles”. El Cantar de los Cantares recoge este momento: “¿Quién es esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército en batalla?”.

María exulta con su prima Isabel, encuentro que se recoge en la oración “Magníficat”: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”. Desde ahora, se lee en el Evangelio de san Lucas: “me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”.

Así profetiza el Salmo 44: Ella está enjoyada con oro de Ofir, de pie y a la derecha del rey, que está prendado de su belleza. Es la hermosura de su maternidad divina: Madre de Dios Hijo, Hija de Dios Padre y Esposa de Dios Espíritu Santo; su virginidad antes y después del parto; la concebida inmaculada sin pecado; y, por todo lo anterior, asunta al cielo en cuerpo y alma. Aquí se reúnen las cuatro declaraciones dogmáticas sobre la Madre de Dios.

En estos términos se pronunció el Papa Pío XII, mediante la Bula “Munificentíssimus Deus”, de 1 de noviembre de 1950, cuyo título evoca la generosidad y benevolencia divina, al adornarla con estos dones maravillosos: “Más que tú, sólo Dios”.

Los Evangelios no indican si la Virgen María murió y fue elevada a los cielos en cuerpo y alma, pero señalan la unión perfecta con el destino redentor de Cristo.  Así sucede con el nacimiento de Jesús en Belén; en la vida ordinaria de María y José con su Hijo en Nazaret; en la Presentación del Niño en el templo; con el primer milagro en la boda de Caná de Galilea: ¡Haced lo que Él os diga!; y, de forma especial, en el Vía Crucis por las callejuelas de Jerusalén, camino al Calvario.

La asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular de la resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás hombres. María fue elevada en cuerpo y alma a los cielos, por singular privilegio divino, a diferencia de los demás hombres, cuya resurrección tendrá lugar en el juicio final.

Si Jesucristo, por nuestra causa, fue crucificado, muerto y sepultado, y resucitó al tercer día, la Santísima Virgen tampoco debía eludir la muerte, pero ésta no entrañó la corrupción como al resto de la humanidad. Por eso, la Asunción de nuestra Madre se ha denominado también “Dormición”, “Traslado”, “Tránsito”, “Reposo”, señalando la peculiaridad de su muerte, rodeada de Juan y los demás apóstoles, cerca del Cenáculo; allí, en el Huerto de los Olivos, en Getsemaní, donde su Hijo (parte de su cuerpo y de su sangre) comenzó la redención de todos los hombres.

Hay que distinguir la Ascensión del Señor a los cielos —cuarenta días después de su resurrección—, por su propio poder divino, de la Asunción de la Virgen, que fue llevada o asumida a los cielos por el poder de Dios.

San Juan Damasceno, en el siglo VII, escribe que convenía que fuera elevada al cielo en cuerpo y alma, aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que la que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la morada celestial. Convenía que la que había visto a su Hijo en la Cruz, lo contemplase a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y fuera honrada por todas las criaturas.

San Bernardo aconseja no desviar los ojos de la luz de esta estrella, en las tentaciones y tribulaciones: “Mira la estrella, invoca a María”: “Si ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada temerás; si Ella te conduce, no te cansarás”. Es “Causa de nuestra alegría” porque al sufrimiento en la Cruz, en este valle de lágrimas, le sigue la resurrección gozosa. Como “Puerta del Cielo” y Abogada nuestra le pedimos con esperanza: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.