Javier Pereda Pereda

Cada 28 de julio viene al recuerdo el linarense Pedro Poveda Castroverde. En este aniversario, diez días después del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, los milicianos del Frente Popular llamaron a su casa de Madrid, y él se identificó como: “Soy sacerdote de Jesucristo”. Sin juicio previo, fue conducido al cementerio de la Almudena, en donde fue fusilado, con la edad de 61 años. La causa de tan vil asesinato se justificaba en el irracional odio anticlerical, sin que mediara razón política alguna.

El sacerdote jiennense había alcanzado notoriedad pública, al promover un sistema de enseñanza con maestras bien formadas, de orientación cristiana, que generó desconfianza de las autoridades republicanas; una iniciativa que no era laicista. Supo superar con alegría las numerosas pruebas que le envió la Providencia.

El Papa san Juan Pablo II declaró en 2003 la heroicidad de sus virtudes, hasta alcanzar el martirio, proclamando su canonización en la Plaza de Colón de Madrid. Considerar que personas como nosotros, que han vivido en los mismos lugares por donde transitamos, pueden lograr la santidad con la ayuda divina, anima a seguir su ejemplo.

En 1888 entró en el seminario de Jaén, con sólo catorce años. Seis años más tarde consigue una beca para ir a estudiar al seminario de Guadix (Granada), en donde recibiría la ordenación sacerdotal, con veinticuatro años. En la ciudad accitana trabajó durante doce años, y allí conoció las escuelas del Ave María del Padre Manjón. Esa experiencia le serviría de ayuda para evangelizar a los niños de las cuevas sin escolarizar, convencido de que la educación es la mejor forma para superar la pobreza.

Consiguió recursos económicos para paliar las desigualdades, lo que motivó los recelos y la envidia tanto de la sociedad burguesa local como de la autoridad eclesiástica diocesana. Esta situación, llamada la contradicción de los buenos, hizo que, según el dicho clásico: “promoveatur ut amoveatur»; fue promovido con el nombramiento de canónigo de la Basílica de Santa María Real de Covadonga, para ser removido de entre los guadijeños.

El padre Poveda no era un activista social, porque las fuerzas para realizar aquél trabajo por los más desfavorecidos, económica y culturalmente, las conseguía de las horas de oración ante Jesús en el Sagrario.

Será en Oviedo donde iniciará un nuevo proyecto, consistente en formar profesores cristianos laicos, para evangelizar a través de la educación y de la cultura, organizando academias y residencias femeninas. Las académias se implantaron en Oviedo, Linares y Jaén; y las residencias femeninas en Jaén y Madrid, e incluso se extendieron por el extranjero. Esta labor, la Institución Teresiana, se encomendó al patrocinio de la Doctora de la Iglesia abulense.

Siguiendo las ideas de la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, perseguía una experiencia pedagógica basada en la educación integral de la persona y en la libertad, pero con una inspiración cristiana. Sin embargo, este modelo suscitó la desconfianza del ministerio de educación, que, con el pretexto de una utópica educación neutral, conculcaba la libertad educativa, que no era afín a su adoctrinamiento ideológico. Así se relata en una de las mejores películas, “Poveda”, de Goya Producciones y dirigida por Pablo Moreno (vimeo.com/580319750).

Entonces, como ahora, la asignatura de la libertad de enseñanza sigue pendiente. Se trasladó a Jaén en 1913, en donde estuvo ocho años como canónigo de la Catedral y profesor del seminario. Vivió en la calle Julio Ángel, desde donde está tomada la fotografía que ilustra este artículo, y una placa conmemorativa lo recuerda. Aquí abrió una nueva “Academia de Santa Teresa” para estudiantes de Magisterio con la ayuda de Josefa Segovia Morón, graduada en la Escuela Superior de Magisterio, cuya herencia continúa en nuestros días.

En 1921 fue nombrado miembro de la Capilla Real en Madrid, que compagina con la organización de las Estudiantes Católicas y de las Juventudes Femeninas Universitarias. En 1931 Pedro Poveda conoció a Josemaría Escrivá, y, pese a la diferencia de veintiocho años de edad, nació entre los dos sacerdotes una honda amistad humana y espiritual, hasta el punto que fueron amigos, hermanos e hijos, uno para el otro. Poco antes de la Guerra Civil mantuvieron una conversación y contemplaron la posibilidad de que alguno sufriera martirio por ser sacerdotes. Concluyeron que la muerte no interrumpiría su amistad. Ahora la disfrutan en el cielo.