Es de madrugada, pero tu mente no lo sabe. Está despierta repasando todo lo que hiciste mal, todo lo que no hiciste, todo lo que no sos. El cuerpo está cansado, pero el alma no encuentra paz. La ansiedad se ha vuelto una compañera invisible para miles de jóvenes: aparece sin permiso, ahoga sin ruido, y muchas veces nos deja con la sensación de que estamos rotos por dentro.
Vivimos una época hiperexigente. Todo el tiempo parece que tenemos que ser alguien más: más exitosos, más sociables, más productivos, más felices. Pero detrás de cada “todo bien” en la facultad, en casa o en redes sociales, muchas veces hay una angustia que nadie ve. Sentimos que algo no encaja, que nos falta el aire aunque tengamos todas las oportunidades del mundo.
¿Qué tiene que ver la fe con todo esto?
Muchísimo.
Porque la fe no es solo para los domingos ni para los momentos mágicos. La fe está, sobre todo, cuando estamos al borde. Cuando la ansiedad nos carcome por dentro y no sabemos cómo seguir. En esos momentos, Dios no nos pide que recitemos oraciones perfectas. Solo nos pide que no soltemos su mano.
La ansiedad no es un pecado. Es una herida del alma. Y las heridas no se curan escondiéndolas, sino exponiéndolas a la luz. Jesús no vino a buscar a los fuertes, vino a sanar a los que tiemblan. Y muchos jóvenes hoy tiemblan. Por eso necesitamos una comunidad que no juzgue, sino que abrace.
La fe puede ser ese lugar seguro donde descansar del mundo. Donde no tenemos que demostrar nada, donde podemos simplemente ser. Donde no somos “los que rinden” sino los amados, incluso cuando todo dentro nuestro es un caos. “No se turbe su corazón ni tenga miedo” (Juan 14,27) no es solo una frase bonita: es un llamado directo a nuestro corazón ansioso.
No se trata de usar la fe como una receta mágica contra la ansiedad. Pero sí puede ser un ancla. Una forma de no perdernos en la tormenta. Cuando todo se mueve adentro, la fe nos dice que hay algo —mejor dicho, alguien— que no cambia: Dios permanece.
A veces creemos que ser cristiano es estar siempre en paz. Pero Jesús mismo sudó sangre en Getsemaní. También tuvo miedo. También pidió ayuda. Entonces, ¿por qué nosotros tendríamos que fingir que está todo bien todo el tiempo?
Como jóvenes católicos, no estamos llamados a vivir sin ansiedad, sino a no dejar que ella nos robe el alma. No estamos llamados a ser perfectos, sino a ser auténticos. Y una fe auténtica empieza cuando dejamos de aparentar y empezamos a confiar. En serio. Aunque duela. Aunque tiemble.
Nuestra generación necesita un testimonio valiente: jóvenes que se animen a parar, a respirar, a confiar. Jóvenes que, aun con ansiedad, sigan caminando. No porque todo esté resuelto, sino porque saben que no caminan solos.
María de los Milagros Esther Calderón