Ya desde la antigüedad el hombre ha pasado parte de su vida quejumbroso por el poco tiempo de que dispone y de lo rápido que éste pasa. Es más, hasta nos hemos atrevido a acusar a Dios de dejar que la vida nos abandone cuando nos encontramos en momentos dulces de preparación de la misma.
Esta queja ha perdurado en el tiempo, pero en pocas ocasiones nos ha servido para preguntarnos una cosa sencilla pero crucial: ¿aprovechamos el tiempo que se nos da? La realidad es que “no tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho”; así lo afirmó Séneca, nuestro sabio cordobés. Por lo tanto, antes de perder tiempo criticando la brevedad de la vida, y de esta manera abreviarla más, dejemos de derrocharla.
Ni la naturaleza, para los laicos, ni Dios, para los creyentes son los culpables, la vida se porta con generosidad si sabes usarla. Pero claro, no debemos esperar que la gracia nos venga por abundancia material, ni por el poder. Más de un ejemplo conoceremos de personas a las que les pesan sus riquezas, y a otras a quienes el poder les agobia.
Una persona con edad avanzada debería preguntarse cuanto tiempo ha pasado trabajando, en algún pleito o problema legal, cuanto en pasar horas de ocio sin hacer nada, cuanto tiempo enfermo, etc. Tras reflexionar sobre ello, la misma persona ahora debería pensar en cuántos días se desarrollaron tal y como él había previsto y cuántos se perdieron de forma banal, con dolor, con alegría por cosas superfluas. Después de hacer el balance, tendría que preguntarse cuánto tiempo ha tenido para sí mismo y que cosas que pretendió hacer y en realidad no hizo… En esto momento se dará cuenta de que es tarde empezar a vivir cuando se acerca el fin de la vida.
Nuestro protagonista, de forma ineludible, llegará a la conclusión de que no ha vivido muchos años porque tiene edad y aspecto de anciano, sino que ha existido mucho. Ahora se percatará de que nadie la va a devolver años pasados, porque la vida no revoca su curso. Todos deberíamos apoyarnos en alguien, que nos hiciese ver esto a tiempo para evitar que nos sucediese lo mismo que a nuestro provecto amigo.
Nos tenemos que dar cuenta que necesitamos a quien que nos pueda enseñar, y para ello es necesario respetar a nuestra memoria que es inviolable, está inmersa en las circunstancias personales y es perpetua. No tenemos mejor escuela que la revisión memorística de lo ya acontecido. Por este motivo, no debemos ser ingratos y aprovechar los consejos y enseñanzas de quienes nos los puedan aportar.
El aporte de conocimiento es el antídoto para gran parte de los males del ser humano, de eso ya se dieron cuenta los místicos españoles con Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz a la cabeza. A parte de que no hay mayor satisfacción personal, que levantarse a diario con capacidad de asombro y con el ánimo de conocer algo nuevo por nimio que sea. En el momento que esto suceda, y pasa cuando dejamos de mirarnos el ombligo y nos abrimos a los demás, ya no tendremos la sensación de haber desperdiciado el tiempo.
Para concluir, expondré el ejemplo de ese profesor universitario que viajaba por prestigiosas universidades repartiendo su conocimiento. Como recompensa a su labor literaria se le concedió el Premio Nobel de Literatura y después de recogerlo, en su interior, se dio cuenta de que lo que apetecía era volver a su pueblo natal para volver a ver a sus conocidos más allegados y, sobre todo, a la que fue su primer amor, una joven a la que llevaba más de treinta años sin ver. Ambos se reunieron en un emocionante y emotivo encuentro, y al despedirse de ella el profesor le dijo: “Sólo se envejece cuando se deja de amar”. Se dio cuenta de que, tras haber tenido una vida llena de reconocimientos profesionales, se había dejado por el camino lo más importante.
José Carlos Sacristán