Misericordia

Cambiar el mundo

Javier Pereda Pereda

La Fiesta de la Divina Misericordia se celebra el domingo siguiente a la Pascua de Resurrección. Esta solemnidad fue propuesta por Juan Pablo II en el año 2000, después de canonizar a su compatriota polaca Sor María Faustina Kowalska. Ésta recibió el mensaje de la misericordia de Dios, que pide la confianza en Él y la disposición de misericordia hacia el prójimo.

La palabra misericordia encuentra su origen del latín, “misere” (miseria, necesidad), “cor, cordis” (corazón) e “ia” (hacia los demás). Esta virtud, por lo tanto, inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y las miserias ajenas.

La imagen de la Divina Misericordia fue revelada por el mismo Señor a santa Faustina en 1931. Jesús levanta la mano derecha en señal de bendición y la mano izquierda apunta su Corazón agonizado, abierto en la Cruz por la lanza, que arroja dos haces luminosos: rojo (la sangre que aporta la vida) y blanco (el agua que justifica). De ahí que en el Evangelio del día donde se aparece Jesús a sus discípulos en el Cenáculo, una semana después de su Resurrección, y les infunda el Espíritu Santo para que, en su nombre, puedan perdonar y retener los pecados.  Esta es, sin duda, la mayor muestra de la misericordia y del perdón que solo Dios puede realizar.

La religiosa eslava transcribió en su diario: “Hija mía, di que esta fiesta —amparo para todas las almas, especialmente para los pobres pecadores— ha brotado de las entrañas de Mi Misericordia para consuelo del mundo entero”.

El evangelista Juan también nos presenta al apóstol Tomás, que, ante la incredulidad de la resurrección, le invita a meter su dedo y su mano en sus llagas y costado para que termine por creer: ¡Señor mío y Dios mío!

La divina misericordia, más que una devoción, es una forma de vida cristiana. Para tenerla presente todos los días —no sólo de Pascuas a Ramos— puede ayudarnos estar pendientes en la hora de la Divina Misericordia. ¿Qué hora es esa? Las 3 de la tarde, en recuerdo de la muerte de Jesús en la Cruz. Santa Faustina escribió en relación con este momento las siguientes palabras de Jesús, que anotó en su diario: “En esta hora nada le será negado al alma que lo pida por los méritos de mi Pasión”.

La misericordia divina está representada en la Sagrada Escritura, en unas parábolas de una belleza indescriptible, que se recomienda repasar y meditar: la oveja perdida, el buen samaritano, el hijo pródigo, la dracma perdida o el siervo despiadado.

La misericordia lleva aparejadas cualidades como la amabilidad con todas las personas, con los que nos caen bien e incluso, con mayor motivo, los que nos rechazan o maltratan. Claro está, eso es para nota. Asistir a los más necesitados en lo material o espiritual, a los que padecen la soledad; favoreciendo en todo momento el perdón y la reconciliación. Si con alguna persona no nos dirigimos la palabra, tenemos trabajo por delante.

Jesús antepone esta cualidad: “Misericordia quiero y no sacrificio”, porque aborda la esencia del mensaje evangélico. Se recuerdan siete obras de misericordia materiales y otras tantas espirituales. Quién no tiene a algún familiar o amigo enfermo que consolar. Uno de los enemigos más letales es la ignorancia, esto nos impulsa a enseñar al que no sabe. Con un buen consejo a quien lo necesita —profesional, humano, familiar—, podemos ayudar a descubrir la felicidad a muchas personas. Quien corrige diciendo las verdades —con cariño y comprensión—, no pierde las amistades, al contrario, las fortalece en esta sociedad hipócrita. Perdonar al que nos ofende exige un nivel humano y espiritual muy elevado, porque es la cualidad que más nos asemeja a Dios. Consolar al que está preocupado y triste, dedicándole con generosidad nuestro tiempo, lo exige una amistad sincera. Para soportar con paciencia los defectos de quienes conviven con nosotros de forma más estrecha, se precisa mucho entrenamiento, comprensión y temple interior.

Hay que contrarrestar el ambiente social, mediático y político que invita a emponzoñarnos en la espiral de la crispación, el insulto, el odio. Si hemos experimentado que la oración es un arma sobrenatural infalible, interceder a Dios por los vivos y difuntos es el mejor regalo. Porque, cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis.