Divide y vencerás, o eso dicen

Cambiar el mundo

Sin Autor

Se atribuye al gran Julio César la frase “divide y vencerás”. Con ella venía a indicar la manera más fácil para doblegar al enemigo: sembrar la discordia en sus propias filas, a través de infiltrados que les hagan dudar hasta de si es de día o de noche. La discordia (Eris, en el panteón olímpico) fue la que causó la guerra de Troya según la mitología, porque le dio al príncipe troyano Paris una manzana con el encargo de entregarla a la diosa más bella entre Hera, Venus y Atenea. No había solución fácil al dilema y el inexperto joven siguió a su corazón y le entregó la fruta a Venus, diosa del amor. Por supuesto, las otras dos divinas montaron en cólera y se vengaron con creces en el joven y su familia, a la sazón la familia real troyana. El resto de la historia ya lo conocemos.

Continuamente tenemos manzanas de la discordia en nuestra vida: elecciones difíciles que a veces son entre lo malo y lo peor, pero que hemos de hacer indefectiblemente. Hoy, cuando ya no creemos en mitos, sino que los contamos como historias fantásticas que contribuyeron a crear un acervo ingente de tramas para tragedias, comedias y guiones cinematográficos, sigue existiendo la Discordia -así con mayúsculas- en todos y cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Analicemos la palabra en sí: dis- es un prefijo que da la vuelta al significado de la palabra que le sigue; cordis significa corazón. Por tanto, la discordia será aquella condición de tener un corazón contrario, es decir, ir contra el otro, de ahí la idea de división, junto con el matiz negativo de la enemistad. Una nota discordante es la que se sale de la armonía, la que destaca para mal respecto al resto de la melodía. Hoy parece que la discordia gana por goleada a la concordia, que es justo lo contrario: el corazón que está con el otro, que piensa como el otro, que apoya al otro.

Si continuamos con las palabras, el término griego para “divisor” es “diabolos”. Sí, habéis leído bien: “Diablo” significa “el que divide”. El que es definido por Cristo como “padre de la mentira” (Jn 8,44), hoy -como ayer- está campando a sus anchas por nuestro precioso mundo, sembrando discordia y embustes a granel entre las buenas gentes que pueblan el planeta. No es ninguna tontería esto que escribo, pues, aunque él jamás podrá vencer a Dios, sí está haciendo todo lo posible por llevarse con él todas las almas que pueda. Su mayor triunfo hoy es haber conseguido sembrar la duda sobre su existencia en el alma del hombre contemporáneo, esa pobre criatura que le creyó una vez y para siempre cuando le dijo “seréis como dioses”. Y así estamos, miles de años después, a vueltas con la misma historia. Ni siquiera la venida de Cristo a la tierra hecho hombre ha servido para abrirnos los ojos, y hemos de estar recordando continuamente todo lo que ocurrió para intentar despertar a un mundo anestesiado por los placeres fáciles y superficiales que solamente alegran por un rato.

Hoy, como dijo san Pablo VI hace más de cincuenta años, “por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios”. Por desgracia así es y la división entre los propios pastores está siendo noticia en todos los medios de comunicación, sembrando con ello la confusión entre el ya de por sí desconcertado pueblo de Dios. Muchos se han escandalizado por ello, mas no se trata de nada nuevo porque, como dice el texto sagrado, nada hay nuevo bajo el sol (cf. Qo 1,9). San Pablo ya les escribió a los corintios para reprocharles sus propias divisiones: “¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1Cor 1,13).

Creo que en pleno siglo XXI los cristianos -los católicos en concreto- deberíamos haber aprendido la lección de que la frase de Julio César es absolutamente falsa, no se vence con la división sino con todo lo contrario. Así lo dijo el propio Cristo: “Todo reino dividido entre sí se destruye” (Mt 12,25; Mc 3,24; Lc 11,17); él conocía bien la naturaleza humana y lo que había en el corazón de las personas, por eso le pedía a Dios Padre por la unidad de sus discípulos: “Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

Jesús era plenamente consciente de lo que nos esperaba a sus seguidores en cuanto Él abandonase este mundo, por eso no nos dejó solos sino que nos envió al Espíritu Santo, esa Gracia que inhabita la Iglesia y a todos los bautizados en ella. El Espíritu Santo es la fuerza que nos hace levantar la mirada y caer en la cuenta de que no estamos solos, de que la división es algo contra lo que se puede -y se debe- luchar y que en esa batalla le tenemos a Él como gran aliado. Las armas nos las proporciona él mismo con sus dones: inteligencia para discernir y leer la escritura de Dios en cada momento de nuestra vida; ciencia para descubrir cómo podemos hacer realidad la voluntad de Dios; fortaleza para hacerlo, renunciando a todo lo que haga falta (que al final no será para tanto, porque obtendremos infinitamente más); sabiduría para hablar y callar cuando sea necesario, también para pedir a Dios lo que de verdad necesitamos y más nos conviene; consejo, para darlos y también humildad para recibirlos cuando sea preciso; y el santo temor de ofender a Dios.

Las noticias en la prensa acerca de la división en la Iglesia pueden ser ciertas, pero no es menos verdad que están agrandadas, en mayúsculas y con negritas, para destacar sobre todo lo bueno que también está haciendo la Iglesia a través de sus miembros: sacerdotes, consagrados y laicos. Nada se cuenta de la labor callada que realiza con quienes están sufriendo la marginación en todas sus variantes, la enfermedad o cualquier tipo de mal; pero es una realidad incontestable y el buen olor de estas ofrendas llega hasta Dios, que reparte su gracia a manos llenas. La labor de la Iglesia no estará nunca en el candelero porque al demonio no le interesa que se vea todo el bien que, con el auxilio constante del Señor, hacemos para un mundo herido por el pecado y sus consecuencias.

Tenemos muchas razones para la esperanza, para la alegría y para dar gracias a Dios porque no nos deja nunca solos, siempre está a nuestro lado, esperando a que le pidamos ayuda para intervenir. Nosotros no podemos arreglar el mundo porque muchas cosas -casi todas en realidad- sobrepasan nuestras capacidades; Él sí puede continuar a partir de donde se quedan nuestras fuerzas. El quid de la cuestión está en no dejar nunca de pedirle, de rezar, de poner en sus manos todas nuestras tareas, inquietudes y esos dos panes y tres peces que tenemos para que Él los multiplique por infinito y así sacie el hambre (no solo de comida) que existe en nuestro mundo.

Lola Vacas