Javier Pereda Pereda

Imagen: Tina Walls

La alegría es una de las cualidades que distingue al cristianismo de otras religiones. No obstante, dentro del cristianismo existe una notable diferencia de cómo valora la alegría el catolicismo y el protestantismo. Así se refleja en la película danesa “El festín de Babette” que contrapone la mentalidad católica y la luterana.

La cocinera católica Babette prepara en Jutlandia una espléndida cena, y hará traer vinos, champanes, carnes, pescados, caviar, quesos y frutas de su añorada Francia, ante la mala conciencia de sus comensales protestantes. Nada más opuesto a la alegría disfrutona y ordenada del catolicismo, que el puritanismo pesimista que valora el gozo y el placer con temor y desconfianza.  Por eso el calendario de la Iglesia católica se encuentra repleto de fiestas y celebraciones en honor a Jesucristo, la Virgen María y los santos, que a lo largo de la historia la tradición popular ha ido incorporando.

A pesar de ello, el imaginario colectivo occidental posmoderno se hace eco del pensamiento de filósofos como Friedrich Nietzsche, que acusaba a la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, en ahogar la alegría de la vida. Pero el papa alemán Benedicto XVI, en su primera encíclica, “Deus caritas est”, refutó esta tesis porque el “eros” necesita de disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino para encontrar la alegría en lo más profundo de su existencia. De ahí que el modo de proceder cristiano consista en encontrar ese algo divino en lo humano.

San Ireneo, san Atanasio y santo Tomás de Aquino vienen a expresar de forma parecida que el Verbo se encarnó, para hacer partícipe al hombre de la naturaleza divina; de esta forma recibe la inmensa gracia de ser hijo de Dios. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera hijo de Dios. Por eso en la Buena Nueva, la gran alegría y esperanza, el evangelista Lucas recoge el anuncio del ángel a los pastores, la noticia más importante jamás contada: “—No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es Cristo, el Señor”.

En consecuencia, la razón más profunda de la alegría radica en que somos hijos de Dios, porque no existe mayor título ni reconocimiento. El poeta Schiller escribió la Oda a la Alegría, que luego Ludwig van Beethoven interpretó en la conclusión de la Novena Sinfonía; por su atractivo sería el himno de la UE.

La alegría cristiana no se limita al aspecto meramente humano o animal de bien comido y bien bebido; de no tener problemas, aspecto imposible, o de disfrutar de la vida de forma desmedida con los limitados y fugaces placeres de este mundo. Aunque parezca paradójico la verdadera alegría es compatible con la enfermedad, el dolor, las contrariedades.

Conocemos personas que han afrontado la muerte sin miedo, con serenidad y alegría, porque tienen la esperanza que la muerte no es el final, y que se encontrarán con su Padre Dios. A otros los vemos un día y otro cómo luchan por vencer sus defectos y pasiones con deportividad. Se nos presenta un panorama interesante para conseguir esta virtud tan atractiva, que tiene su efecto en la caridad y que es fundamental en la convivencia.

Santa Teresa de Ávila nos recuerda que “un santo triste es un triste santo”, porque está lejos de la virtud el rostro severo, desabrido o “encapotado”. Diez consejos para empezar la Navidad con alegría: santo Tomás Moro rezaba por ganar en sentido del humor y regalar a los demás un poco de felicidad; Madre Teresa de Calcuta recomendaba que “la paz comienza por una sonrisa”; aprender a reírnos de nosotros mismos; transmitir y formar con planteamientos positivos y animantes; no confundir la tristeza con el cansancio o la enfermedad; cultivar la amabilidad, afabilidad y espíritu de servicio; al perdonar evitamos el resentimiento y se recobra la tranquilidad; ejercitarnos en la alegría de perdonar y ser perdonados por Dios; contestar a las afrentas con paciencia y humildad; esforzarse por crear un ambiente familiar de confianza y alegría.

En periodos convulsos san Agustín aconseja: “Dicen que los tiempos son malos, difíciles. Vivamos bien y los tiempos se volverán buenos. ¡Nosotros somos los tiempos! ¡Los tiempos son lo que somos nosotros!”.