No soy digno

Cambiar el mundo

Águeda Rey

Meditando un pasaje del Evangelio de San Lucas (Lc 7,1-10), archiconocido por haber sido tomado para una de las oraciones de la Misa, en el que se narra que unos judíos enviados por un centurión romano piden a Jesús que cure a un criado muy querido, me quedé completamente fascinada por una frase. Poco antes de llegar Jesús a la casa, el centurión le envió otros amigos a decirle:

«Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano…»
Y el pasaje dice: «Al oír esto, Jesús se admiró de él»
Tanto así que el criado fue sanado al instante.

«Por eso tampoco me creí digno de venir personalmente»
Decir que no eres digno ni siquiera de pedir personalmente es una manera muy bella de poner a aquél al que pedimos en el lugar que le corresponde. Y de ponernos nosotros en el que también nos corresponde, muy por debajo.

El centurión era romano y por tanto en aquella sociedad supongo que muy por encima de cualquier judío, más aún de un simple judío carpintero. Pero no sólo reconoce su superioridad sino que se humilla completamente ante Él.

En otra época mía, yo era de los que opinaban que no necesitaba intermediarios para hablar con Jesús. Al escribirlo me ha dado vergüenza, porque estaba tan ciega, que no me daba cuenta de que, si podía hablar con Él personalmente, es por su favor y no por mi mérito.

No soy la única que pensaba así.

Si trato de imaginar la situación con el Rey de España, por ejemplo, creo que ni se me pasaría por la cabeza llamar a la Zarzuela y decir que me pasen con Felipe, que tengo un par de cositas que decirle. Iría a la persona más cercana a mí para que ella se dirija a quien corresponda para llegar hasta él.

Este centurión sabía que Jesús no era tan solo el hombre carismático que veían sus ojos. Seguramente no sabría muy bien quién era realmente, pero probablemente habría oído hablar a los judíos amigos suyos de un Mesías esperado que haría signos prodigiosos y que reinaría y Su Reino no tendría fin, como había sido profetizado. Intuiría quizá que Jesús era el Mesías esperado.

Gracias a este centurión he comprendido cuánto se admira Jesús de los que piden a través de la intercesión de los santos y especialmente de Su Madre, María. El Rosario, que es la oración que más le gusta a Ella, es probablemente la oración que más admira a Jesús; porque nos pone en el justo lugar de nuestra pequeñez y pedimos a quien es más cercano a Jesús, su propia madre, por la que seguro tiene debilidad -nos lo dejó bastante claro en las bodas de Caná-; por eso seguramente es la oración más poderosa que existe.

Tengo que añadir que esto que he escrito no está reñido con tratar a Jesús también personalmente en intimidad de amigos, pues lo somos por su Gracia y se ha quedado en la Eucaristía para que podamos hacerlo. Ambas formas de acceder a Él deben coexistir como el mismo San Juan, el discípulo amado, nos ha mostrado. El que se recostó en su pecho en la última cena y le acompañó en el Tabor, Getsemaní y en el Calvario, cuando quiso pedirle algo para sí mismo, recurrió a la intercesión de su madre (Mt 20,20-27). Bien es verdad que de nada le sirvió; pero es que aún no tenía como madre a la Madre de su Señor.