Javier Pereda Pereda

El papa Francisco ha convocado para hoy una jornada por la paz en el mundo, reuniendo a todas las confesiones religiosas. Es una ocasión para solidarizarse con los que padecen el sufrimiento de la guerra en: Tierra Santa, Ucrania, Armenia, Azerbaiyán, Irán, Yemen, Congo, Siria, Pakistán…

Cada día se conocen detalles del atentado terrorista del 7 de octubre perpetrado por Hamás; de la recompensa de 10.000 dólares y un piso por cada rehén capturado, anciano o niño. También somos testigos de los bombardeos israelíes en la Franja de Gaza con la muerte de inocentes. Aunque lo peor está por llegar con la intervención del ejército israelí en la Franja. Ante este escenario desolador, lejos de posicionamientos ideológicos a favor de alguna parte, la posible solución pasa por llegar a una negociación y firmar un acuerdo de paz.

Resulta curioso que, en Tierra Santa, la de Jesús, el Príncipe de la paz, donde conviven las tres religiones monoteístas abrahámicas: cristianismo, islam y judaísmo, la guerra permanezca durante los últimos 75 años. Por eso, san Juan Pablo II —había experimentado los efectos del totalitarismo nazi y comunista— transmitía un mensaje en la jornada mundial de la paz, el 1 de enero de 2002, con ocasión de los atentados del 11-S a las Torres Gemelas, por el fundamentalismo islámico. Se preguntaba, con una reflexión aplicable en estos momentos: ¿cuál era el camino que conduce al pleno restablecimiento del orden moral y social, violado tan bárbaramente? Contestó al interrogante con la célebre frase: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”.

Antes de que vayamos a peores —y digo bien, vayamos, porque todos nos sentimos ciudadanos de Gaza y de Israel— habrá que poner fin cuanto antes al conflicto que parece de nunca acabar. Por otra parte, no resulta extraño que las guerras hayan sido una constante en la historia de la humanidad.

El libro del Génesis nos ilustra de esa tendencia desordenada del hombre —defecto de fábrica o pecado original— con el abominable homicidio de Caín a su hermano menor Abel, motivado por la ira y la envidia. Después de quitarle la vida, el Señor le preguntó dónde estaba su hermano; a lo que éste respondió: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?

Ciertamente todos deberíamos sentirnos los guardianes y responsables de la humanidad, si pretendemos un mundo más justo. Entonces como ahora, el mal o el pecado constituyen la causa de las guerras; pero en modo alguno podemos otorgarle la última palabra. En la búsqueda de la paz —“tranquilidad en el orden”, Agustín de Hipona dixit— se precisa hacer efectiva la justicia; una justicia humana según el ordenamiento internacional que siempre será perfectible, y por ello necesita del perdón social. El perdón va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal.

Con Pablo de Tarso, epítome del cristianismo, sería ahogar el mal en abundancia de bien. De ahí que el perdón en el judaísmo precise de renovación, sin circunscribirlo una vez al año en el Yom Kippur; sino a la expresión sin límites de Jesús de Nazaret: “Hasta setenta veces siete”; es decir, siempre. El islamismo también tendría que hacer más hincapié en la misericordia que en la justicia.

Una forma de contribuir a la paz del mundo, mediante la justicia y el perdón, pasa por nuestro compromiso personal. Cuántas familias dejan de hablarse por el reparto de una herencia; cuántos matrimonios incurren en la espiral del odio, y, tristemente, sólo la muerte es capaz de resolver las desavenencias; cuántas personas rompen el tesoro de la amistad de años, por malos entendidos o por la intransigencia de no saber perdonar o adoptar una actitud poco humilde; cuántas buenas relaciones se han truncado, porque exigimos la perfección en los demás, cuando tenemos que aprender a saber convivir en la imperfección.

La propuesta de perdón no se comprende de inmediato ni se acepta fácilmente; es un mensaje en cierto modo contradictorio. El perdón comporta siempre a corto plazo una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real. La violencia es lo opuesto: opta por un beneficio de inmediato, pero, a largo plazo, produce perjuicios reales y permanentes. Puede parecer una debilidad; pero exige una gran fuerza espiritual y enorme valentía moral. Con Gandhi: “El débil no puede perdonar. El perdón es un atributo de los fuertes”.