Oh, Señora mía

Cambiar el mundo

Sin Autor

Escuderos

Desde hace varios días intento dar vueltas a cómo impulsar a mis alumnos hacia aquello que es verdaderamente importante. En el proceso de este rumiar terminé por desviar la mirada que apuntaba a ellos para dirigirla hacia mí, en clara introspección. Caí en la cuenta de algo que nunca había percibido, algo acerca de mí mismo y de la vida espiritual. Desconozco a cuántos más sucede, si alguno hay en idéntica situación, pero he logrado descubrir, para mi sorpresa y alegría, el hecho de que para elevar mi alma necesito recurrir a cierta paradoja. El alma, como la pluma, puede alzarse grácil sobre el resto de las cosas si uno lo desea. Para ello necesita, lógicamente, desprenderse de todo aquello que la ancla a tierra y poder así encumbrar los cielos.

Decía que había algo de paradójico en lo que me afectaba personalmente. En mi caso, ese desprendimiento tiene algo que ver con cierto refuerzo, aunque se trate de una naturaleza distinta. Para elevarme y sobrecogerme, fortalecerme, debo revestir mi discurso —mis oraciones y pensamientos— de palabras nobles y caballerescas. Mi triste y endeble fiat debe ser un sí servil, propio del vasallo que se ofrece por entero, en su nimiedad, a su Señor tanto como a su Señora.

Sucedió hace no mucho, antes de que la noche poblara mis ojos y las estrellas mis sueños, cuando reparé asombrado en la dimensión noble y refinada de la oración:

Oh, Señora mía. Oh, Madre mía.
Yo me ofrezco entero a Vos.
Y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día
mis ojos, mis oídos, mi lengua y mi corazón.
En una palabra, todo mi ser.
Ya que soy todo vuestro, Madre de bondad,
guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra.
Amén.

Creo vislumbrar que es a esto a lo que estamos llamados, no obstante es menester desarrollar una sensibilidad no al alcance de todos y casi prohibitiva en ciertas edades tempranas. Pero, si no es ahora ¿cuándo? ¿Debemos resignarnos al decaimiento y a las corrientes y modas que arrastran a los jóvenes a la desatención? ¿No podemos acaso sembrar en ellos pequeñas semillas aun cuando no podamos ver el fruto futuro? ¿Tampoco hablarles con esa altura de mirada?

Estos chicos son pequeños, todavía deben atravesar la compleja y turbulenta etapa de la adolescencia, y a pesar de todo hay almas combativas —siempre en el mejor de los sentidos— dispuestas a responder a esa llamada, tal vez no ahora. «Caballero, elegancia, honor, respeto, amistad» a varios les suena a caduco, se ríen incluso. A otros no, y se les abren los ojos. Aspirar a lo noble, a la aristocracia del espíritu, —término que recojo de Enrique García-Máiquez y vocación oculta que me desveló— es acoger una verdad, tan cierta como incomprensible, que carga contra el espíritu de nuestra época. Mas no la atravesamos por el mero hecho de contrariarla, sino porque es lo debido. Y lo debido es, precisamente, lo que hacen los —nuevos— caballeros.

Toni Gallemí