Pensar en el cielo

Cambiar el mundo

Jaime Nubiola

Por Jaime Nubiola

Hace casi dos meses falleció inesperadamente mi hermana pequeña Eulalia. Estaba sana, tenía 64 años, pero su corazón se detuvo al levantarse de la cama en la mañana del domingo 23 de julio. En estas semanas de intensa pena por su ausencia me ha impresionado el inmenso apoyo que suponen las muestras de condolencia, los pésames recibidos, de tantos parientes, amigos y conocidos. No se trata de un mero convencionalismo social —como quizá pensaba en mi juventud—, sino que es algo mucho más profundo que expresa bien lo que somos los seres humanos.

Compartir el dolor con mis amigos y personas queridas, aunque trajera al presente la pena, ha aliviado su intensidad al sentir el cariño y el apoyo de los demás. Probablemente sea esta una experiencia universal, pero cuando uno la vive en primera persona, en la propia carne o más bien en el propio corazón, se ilumina algo muy profundo de la condición humana. No somos islas, no podemos aislarnos con nuestro dolor a solas. Compartir nuestra pena nos alivia al unirnos a los demás, al estrechar los lazos afectivos con aquellas personas a quienes queremos: no solo necesito el consuelo de los demás, sino que los demás necesitan también que les deje adentrarse en mi pena y eso no solo alivia mi dolor, sino que también a ellos y a mí nos hace más humanos.

Pero además quienes tenemos fe sabemos que —como escribía un amigo— «lo mejor está por llegar». En el recordatorio de mi hermana se imprimieron las palabras de san Josemaría: «Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra».

Muchos de nuestros conciudadanos piensan que la vida se acaba con la muerte, pero los cristianos sabemos que esta vida es solo una preparación para la otra. Vita mutatur, non tollitur, se decía: la vida cambia, no se quita. Lo mejor está por venir: la belleza deslumbrante de vivir con Dios.

Pienso que debemos hablar mucho más del cielo, del gozoso abrazo con Jesús, nuestro amigo, con María, nuestra madre, con nuestros parientes y amigos ya fallecidos. Me emociono cada vez que imagino el feliz reencuentro con mi hermana en el cielo.