Abandonados

Cambiar el mundo

Sin Autor

Por Toni Gallemí

En «El dios abandona a Antonio», el poeta griego Konstantino Kavafis revive los últimos momentos de Marco Antonio, de su ineluctable destino alejado ya de toda gloria. Los ejércitos de Roma, bajo el control del general Agripa, presionan y hieren todo intento en vano de restituir una situación que ya no tiene vuelta atrás. Kavafis, con la prerrogativa del tiempo de aquel que es eterno, se permite aconsejar a Marco Antonio cómo afrontar con nobleza un oscuro porvenir. Los primeros versos del poema dicen así:

Cuando, de pronto, se deje oír a medianoche
el paso de una invisible comitiva,
con músicas sublimes y con voces,
tu suerte que cede, tus obras
malogradas, los planes de tu vida
que acabaron todos en quimeras, será inútil llorarlos.
Como el que está listo ya hace tiempo, como el valiente,
despídete de ella, de la Alejandría que se marcha.

Es posible que este poema caiga algo más lejos de lo que uno desearía, pero si he decidido traerlo es precisamente para hablar muy escuetamente acerca de algunas actitudes y algún hecho que ha sucedido en la JMJ de Lisboa. Al menos en redes sociales, se han dejado escuchar muchas críticas —negativas, se entiende— de este genial y multitudinario encuentro en Portugal. La mayoría o, quién sabe, la totalidad de estas denuncias, provenían de personas que no estaban allí presentes, pero que de una forma u otra han recibido la información sujeta a crítica.

Ciertamente, en un evento de tal magnitud resulta harto complicado no cometer errores. Se hace difícil incluso controlar que todo lo ajeno a uno mismo se desarrolle en un clima acorde a lo cristiano, si es que esto existe de alguna forma. Quiero decir, al margen de los gustos de cada uno, ¿por qué supone un problema que un sacerdote despierte a toda la juventud con música electrónica? Algunos equivocadamente se refieren a la mundanidad de la Iglesia, pero la realidad es que la mundanidad no tiene nada que ver con esto, sino con algo mucho más cruel y oscuro: el pecado. Y, si bien existen inclinaciones, en este asunto la música tiene poco que decir y mucho, por el contrario, la disposición del corazón.

En ningún momento he considerado que este debiera ser un texto negativo, no al menos sin señalar en última instancia un abrigo de alegría y esperanza. Quienes han asistido a la JMJ, en su inmensa mayoría, han podido vivir con gozo estos días de encuentro con el Santo Padre y con otros miles de jóvenes de todo el mundo, a quienes la crítica no ha ido con ellos (¿eh?), porque su mirada se dirigía (uy) a Alguien más grande que todo lo demás (oh). Por ese motivo quisiera señalar algo concreto.

Durante estos días ha sucedido algo extraordinario, inconcebible a nuestro entendimiento, y no quisiera darle más efusión ni difusión que la que por justicia merece —no por pequeña ni mezquina, en absoluto; sino por aquellos que no puedan comprender—: No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros (Mateo 7, 6). Pero no puedo privarme de mencionar, siquiera brevemente, el milagro de Jimena en estos días. Es más, mi intención de mencionar el poema de Kavafis tiene su razón en este punto.

El milagro de Jimena no es propiamente el milagro de Jimena, es el milagro de todos. En primer lugar, porque ella es la que ha recibido el bien, pero otros han sido privilegiados con el testimonio ocular y, por tanto, el bien es semejante. En mi caso he sido testimonio referencial, pues lo he recibido por terceros. Mas la alegría es la misma. Es el testimonio por antonomasia del cristiano que ha recibido la Buena Nueva: no ha estado presente y, sin embargo, ha creído. Sabemos que esto no es un burdo acto de magia, mucho menos una actuación. En boca del Padre Brown, Chesterton decía que «lo más increíble de los milagros es que ocurren» y así lo creo yo firmemente, sin la egoísta necesidad de considerar que debe sucederme a mí para tener que creer.

El milagro de Jimena es algo más grande que una «simple» sanación de vista. De hecho, «¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —entonces dice al paralítico—: “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”. Se puso en pie y se fue a su casa». (Mateo 9, 5-7).

Efectivamente se trata de algo mucho más grande. El caso extraordinario de Jimena no es otra cosa que dos vertientes igualmente perfectas y divinas: por un lado, es la situación en la que se encuentra el hombre que sigue fielmente a Cristo y que, en consecuencia, nunca se pierde, incluso cuando no ve; por otro lado, es la clara manifestación, pese a todas las críticas, de que Dios está siempre con nosotros y jamás nos abandona. ¿Acaso no preferirá Cristo a todas las críticas la fe del niño que nunca perece y cree vivamente en los milagros?

En definitiva, y en contraposición al Antonio de Kavafis, jamás cede la suerte en el cristiano fiel y tampoco sus obras se ven malogradas, los planes de la vida no son quimeras y por tanto no habrá llanto en vano. En el cristiano nunca hay una Alejandría que se marcha y pierde, sino una Nueva Jerusalén que se acerca y vence contra todo. Tal es la fe del cristiano.