Transfiguraciones y rutinas

Cambiar el mundo

Sin Autor

Por Pablo Domínguez.
@pablodguez_

Ha llegado la primavera radiante y luminosa. El azahar invade las calles con su olor. Los cantautores toman las plazas con el arma de sus guitarras. Los niños corretean tras las palomas con el cielo azul aún más intenso. Las cervezas con los amigos en una terraza se hace el plan más placentero mientras las tardes se alargan. Y entre todo ello, se ha cruzado el ecuador de la cuaresma. Vamos cayendo cada vez más en la cuenta de que algo grande está por cambiarnos la vida un año más: la gran noticia de que hay un amor incondicional, gratuito y puro por cada uno de nosotros, como seres únicos e irrepetibles en nuestra personalidad. Somos amados y abrazados desde la Cruz. Como el pelícano que rompe su propia carne para dar de comer a sus crías, así Cristo se parte para decirnos: “Te quiero, no estás solo”. Estremecedor.

Así nos quiere el Padre: disfrutones de Él, amantes de la vida y de todo lo creado. Y a todo esto sale de nuestro interior: ¡Señor, qué bien se está aquí!

Jesús subió al monte con Pedro, Santiago y Juan para mostrarles su gloria, el adelanto del cielo. Pedro, dice lo que le sale de dentro: “¡Qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas.” (Mt 17,1-9). ¡Quedemos aquí toda la vida a gustito!, le faltó añadir. Es tan difícil expresar lo que sentían los apóstoles en el Tabor que el evangelista Marcos recurre a una comparación: “Sus vestidos se volvieron resplandecientes y muy blancos, como la nieve. ¡Nadie en este mundo que los lavara podría dejarlos tan blancos” (Mc 9:3).

Nosotros también tenemos nuestros momentos de Tabor y queremos quedarnos para siempre en ellos. En una primavera eterna. Pero el Señor nos corta ese momento y nos envía a la rutina. Si estamos bien, ¿por qué nos interrumpes?

Quizá el Señor nos enseña que todo lo de aquí no es eterno, pero sí podemos disfrutarlo al máximo mientras sucede, la grandeza y a la vez la paradoja de lo efímero.

Pero lo más importante, pienso, es que la clave no está en quedarse a gustito en nuestro Tabor, sino una vez llenos de ese “cielo” a través de la presencia de nuestro Señor en nuestras vidas con la ayuda de todo lo creado y lo que amamos, una vez que la luz nos ha envuelto, no podemos quedarnos tomando el sol del bienestar que produce, sino llevarlo a todas partes y disfrutarlo así. En especial ahí donde duele, donde no es gratis, donde pierdes, donde muerde, donde no quieres. No es que el Señor nos quite la felicidad del Tabor, sino que quiere que la tengamos independientemente de donde nos encontremos. Hacer con nuestra forma de vivir un lugar donde los otros estén bien. Y ahí, justo ahí, la felicidad se multiplicará.

Podrás decir en mitad de la brega diaria, la rutina ya pesada, el momento difícil, el compañero que me cae mal: “Qué bien se está aquí, Señor. No hay otro lugar donde estar mejor”, porque brilla tu luz en mi multiplicada cuando la doy. Y vivirás las palabras del profeta Isaías: “Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Dios será tu retaguardia.”.

La gloria, su resplandor, el Tabor, irá detrás de ti donde tú camines.