Javier Pereda Pereda

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A lo largo de la historia ha habido continuos intentos de acabar con la Navidad y el Niño Dios. El primer ensayo fue nada más nacer Jesús en Belén, en tiempos del rey Herodes I el Grande; los Magos de Persia le preguntaron —según relata el evangelista san Mateo—: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella y venimos a adorarle”.

Esta inocente consulta inquietó al genocida y a toda Jerusalén, al sentirse engañado por estos estudiosos del firmamento, que, al conocer sus aviesas intenciones, no le informaron. Se trataba del magnicidio frustrado más relevante de la historia (contra el Rey de reyes, en expresión del Apocalípsis), al mandar asesinar a todos los niños de dos años para abajo que había en la comarca de Belén. El segundo empeño de acabar con Jesús de Nazaret acontece durante su proceso judicial. El gobernador Pilato, según recoge el autor del cuarto evangelio y discípulo predilecto, intenta con poco éxito absolver al inocente de la injusta acusación de los judíos. En el interrogatorio da razón de su existencia: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. Sin embargo, el prefecto manifiesta su relativismo: “¿Qué es la verdad?”.

“Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”

Esta banalización de la verdad, en expresión de Zygmunt Bauman, representa el atentado más letal contra el autor último de la creación. Esa búsqueda constante de la verdad, sobre el misterio de Jesucristo, ha suscitado distintas corrientes teológicas a lo largo de la historia. Las mismas concepciones doctrinales erróneas han contribuido a encontrar la verdad por antonomasia. Entre otros, el Concilio de Calcedonia (451) sale al paso de desviaciones doctrinales, definiendo a Jesucristo como Dios (e Hijo unigénito) y hombre verdadero, nacido de María, igual a los hombres menos en el pecado; ambas naturalezas, perfectas y sin confusión, conforman una sola persona divina.

Así el arrianismo negaba su divinidad, el docetismo su humanidad y el nestorianismo mantenía dos naturalezas con dos personas distintas. Gobernantes deicidas han prohibido la Navidad, para intentar acallar el hecho más concluyente de la historia: el pesebre como la antesala de la Cruz, la liberación del hombre. El abajamiento de Dios al hacerse hombre fue más estremecedor incluso que el pavorosamente sobrecogedor de morir en la Cruz.

En la puritana Inglaterra del siglo XVII, herederos del calvinismo y bajo el mando de Oliver Cromwell y sus seguidores “Los Cabezas rapadas”, se impidió por el parlamento durante trece años desde 1644, en plena guerra civil con Carlos I, el “Día del jolgorio de los paganos”; es decir, la Navidad, porque esta fiesta se consideraba un sacrilegio: las celebraciones religiosas, la decoración navideña, los villancicos y regalos. Dos siglos después, el ataque a la Navidad surgía con la Revolución industrial, que consideraba un despilfarro inadmisible no trabajar con tantas celebraciones, en el siglo de la productividad. Contra esa percepción materialista se publica en 1843 “Cuento de Navidad” de Charles Dickens, que refleja al personaje inhumano y cruel, Scrooge, para quien los pobres, lo mejor que deberían hacer es morirse. Esta figura egoísta y codiciosa experimenta una conversión con la ayuda de la gracia: pasa de entender la Navidad como “¡Bah!, ¡Paparruchas!” a descubrir su maravillosa verdad; su obra se difunde por toda Europa y América.

“El mundo moderno tendrá que encajar con la Navidad o morir”

Después de sufrir la Navidad los embates del puritanismo y del utilitarismo, en 1931 surge el ateísmo científico, que promete una vida liberada de toda atadura religiosa. Otro gran literato inglés, Gilbert Keith Chesterton, continúa la estela de Dickens, con quien mantiene en “El espíritu de la Navidad” muchas coincidencias con la visión del hombre y de la vida. Porque ésta es insustituible: “El mundo moderno tendrá que encajar con la Navidad o morir”; lo más poderoso y vulnerable coincide en la Navidad. La repercusión que tuvo la novela de Dickens en Estados Unidos fue a través de Frank Capra, que llevó a la gran pantalla en 1946 “Qué bello es vivir”, un clásico de la Navidad y una de las mejores películas, con James Stewart (George Bailey) y Donna Reed, que recoge frases lapidarias como: “Ningún hombre que tiene amigos es un fracasado”; una forma de acercarse a lo divino a través de lo humano. Porque con la Navidad, en expresión de Dostoievski: “La Belleza salvará al mundo”.