Hablemos de la soledad

Cambiar el mundo

Llega el final de la noche y se cierran los garitos. La celebración de tu cumpleaños para la que has conseguido reunir a tantas personas que quieres se acaba, las personas tan interesantes que has conocido en el copeo vuelven a sus casas, el curso en el que has aprendido y crecido tanto se cierra con demasiadas despedidas, has llegado al fondo del vaso de la cerveza que necesitabas para desahogarte de los problemas del día a día con tu amigo de confianza… Y vuelve esa sensación de vacío que te pide que apures un poco más esa compañía que tanto necesitas o parece que caerás de nuevo en el pozo de tus oxidados y nada positivos pensamientos, quizá bañados de melancolía, quizá carentes de cualquier ánimo y alegría que te suele acompañar cuando te alejas de ti mismo y te das a los demás, en ese tipo de situaciones que hemos numerado al comienzo de este artículo. Mediante esa sensación se manifiesta la soledad.

La soledad da miedo. No se vence rodeándose de personas constantemente ni encerrándose en uno mismo para averiguar su origen, aunque lo pueda parecer al principio. Por eso la soledad no es estar solo, sino un sentimiento de necesidad afectiva que puede atacar en cualquier momento en el que somos vulnerables a él. Puede desesperar bastante. Y no es incompatible con disfrutar de la compañía de uno mismo y dedicarse tiempo; de hecho, muchas veces pasar tiempo solos puede ayudarnos a valorar a los demás y los momentos que compartimos con las personas importantes en nuestra vida.

La sensación de la que hablo no es positiva. Duele. Se puede aprender y obtener un propósito de ella, nos puede mover a cambiar algo de nuestra vida que no nos llene tanto como pensábamos, pero pasar por ese trance y sucumbir a él es muy doloroso. Entiendo que muchas personas huyan de ello, cubriendo el vacío que saca a relucir mediante multitud de relaciones de afecto superficiales, pero esas relaciones solo funcionan para un rato.

Cuando algo duele mucho o hay una huella grande en nuestro corazón, podemos optar por dos actitudes principales: la primera y la que no recomiendo, cubrir esa huella lo más rápido que podamos con lo más fácil que encontremos, y la segunda y la que me parece más adecuada para el corazón humano, construir con esfuerzo y dedicación relaciones sinceras de donación al mundo, a los demás y a uno mismo; relaciones duraderas, estables y fuertes, que nos sostengan también en los momentos difíciles en los que ataca esa sensación de soledad. Porque con esas verdaderas relaciones se establece una experiencia de pertenencia e identidad, propia de una familia, propia de un amor grande.

Y una relación sincera también conlleva poder hablar de todo esto, poder expresar la inquietud de la soledad, sin miedo a ser juzgado. Porque sentirse solo no es ser débil ni desagradecido.

Tampoco es fácil para los que tenemos fe ser conscientes de que el amor de Dios está siempre con nosotros. Muchas veces lo dejamos de lado y acudimos a hechos mundanos y pasajeros antes que a Él. Pero Él lo entiende, nos ha hecho para amar y sentirnos amados por los demás, y quiere que lleguemos a su amor mediante la experiencia humana (Jn 14, 6-13) y por eso obra a través de personas y circunstancias tangibles.

Dios y los que velan por nosotros a su lado no nos quieren solos, nos quieren acompañados y nos quieren acompañar; nos acompañan a través de experiencias humanas que vivimos cada día, a través de nuestra familia, a través de amigos y de seres queridos, pero debemos estar atentos y abiertos a esta realidad, a este amor, para poder valorarlo también cuando estemos solos, y tener armas para luchar contra esa sensación de soledad que nos puede atacar en cualquier momento. Sal de ti mismo, mira a tu alrededor, mira a las personas que te quieren, no estás solo.

Antonio V. D. Sierra Maestro-Lansac