De cara al verano (2): Escuela de libertad

Cambiar el mundo, Jóvenes Católicos

El verano podría describirse como una experiencia de libertad. Por fin nos encontramos libres de entregas y proyectos, libres de horarios y obligaciones. Uno puede madrugar o levantarse a la hora de comer; bajar a la playa o salir de excursión; visitar ciudades o quedarse en el pueblo; leer, escribir, pintar o sencillamente tumbarse a la bartola. Y ahí está precisamente la gracia del verano: que constituye una auténtica escuela de libertad. Durante el curso, nuestras decisiones están marcadas por tantos compromisos y obligaciones, que lo que hacemos —o al menos deberíamos hacer— nos viene casi dado. En verano ganamos esa libertad (la libertad-de), y por eso mismo podemos concentrarnos en otra dimensión de la libertad, la libertad-para. En efecto, al estar libres-de deberes y compromisos, podemos dedicarnos a lo que de verdad nos importa, a lo que más amamos.

Y ahí está lo trágico del verano. En la anterior entrada dijimos que ese rasgo de libertad tan propio del verano es, en realidad, común al siglo XXI. Tenemos todas las facilidades del mundo para vivir una vida plena —muchas más que las que gozaron nuestros abuelos—, y, sin embargo, no logramos dar un contenido de plenitud a nuestras vidas. Un pensador tan singular como Nietzsche supo vislumbrarlo hace casi doscientos años al describir la figura de los últimos hombres, que puso con maestría en labios de Zaratustra. Para aquel profeta del ateísmo, la humanidad podía aún aspirar a lo más alto, levantándose por encima de leyes y obligaciones que le son ajenas. Esa es la posibilidad del superhombre. Sin embargo, no le queda mucho tiempo: «Algún día ese terreno será pobre y manso, y de él no podrá ya brotar ningún árbol elevado. ¡Ay! ¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar!». Así es, si aún es posible el advenimiento del superhombre, es igualmente posible la aparición del último hombre, en el sentido del desecho de humanidad, de quien no llega a ser humano. Vamos a fijarnos en esa figura, para ver hasta qué punto es una posibilidad real para nosotros.

El profeta lo describe de un modo descarnado, cuando reproduce la actitud de esa figura decadente ante las grandes preguntas de la vida: «“¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?” —así pregunta el último hombre, y parpadea… “Nosotros hemos inventado la felicidad” —dicen los últimos hombres, y parpadean». Parpadean, como si hubieran dicho una gran cosa… cuando en realidad no han dicho nada. Miremos a nuestro alrededor. ¿Quién cree aún hoy en el amor? ¿Y en el poder que tiene el arte de crear belleza? Para muchos son ideas bonitas, sí, pero después sonríen con cinismo y susurran: «No nos engañemos…». ¿Quién cree en un deseo capaz de prolongarse durante una vida entera? ¿Quién cree en la fuerza transformadora de la vocación, que es lo que significa la imagen de la estrella? ¿No vivimos en un mundo que no cree en esas grandes palabras?

El paralelo con la actualidad se hace más vivo en las siguientes declaraciones de Zaratustra: «Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él: pues necesita calor». ¿Hace falta recordar cómo entiende el siglo XXI la sexualidad? Poco tiene que ver con el amor. Y ya ni siquiera necesita al vecino: basta un usuario de la misma app que descargué… Sigue el profeta con algo que suena familiar en este tiempo post-covid: «Enfermar y desconfiar lo consideran pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue tropezando con piedras o con hombres!». Qué fácilmente hemos renunciado estos últimos años a la cercanía de los demás por asegurar ¿en serio? nuestra salud. Y continúa Zaratustra: «Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable». De la droga a la eutanasia cabría hablar en libros y libros…

Pero nuestro extraño profeta tiene aún más cosas que decir: «La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas». Quizá no hayamos llegado tan lejos: todavía hay ricos y personas dispuestas a esforzarse por ganar más dinero… En cambio, lo que viene a continuación sí lo vemos: «¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio». En el siglo XXI, cuando uno se empeña en pensar distinto, se convierte en un sujeto peligroso y se le cancela. ¿Pensamiento crítico?, ¿argumentaciones precisas y detalladas? Zaratustra tiene la respuesta de los últimos hombres a esas exigencias de rigor: «“En otro tiempo todo el mundo desvariaba” —dicen los más sutiles, y parpadean… La gente continúa discutiendo, pero pronto se reconcilia —de lo contrario, eso estropea el estómago». Discutir demasiado, buscar razones para todo… qué pesado es todo eso: «No te ralles». «No te ralles», céntrate en pasar un buen rato, no le pidas más a la vida. Se trata en último término de eso: «La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud. “Nosotros hemos inventado la felicidad” —dicen los últimos hombres, y parpadean».

El retrato que hace Nietzsche de los últimos hombres es tremendo; el parecido de la realidad con él es inquietante. Vidas que se reducen a estar bien y se dejan guiar, como criterio infalible, por lo que les hace sentir bien. Lo describió MacIntyre en una obra que hizo época (¡sólo para filósofos!), y lo han señalado con ejemplos concretos de la vida universitaria estadounidense J. Haidt y G. Lukianoff (para un público más amplio). Ahora bien, lo mejor de hacer este tipo de consideraciones es que no estamos describiendo la estructura de un mineral o de una planta, que es así y no puede ser de otra manera. Pararnos a pensar lo humano nos sirve para reconocer cómo somos… y para considerar cómo queremos ser. Volvemos así a la libertad y a la posibilidad que supone el verano para cultivarla. En nuestra mano está decidir a qué queremos dedicar estas semanas, estos meses. No está de más que meditemos con algo de calma la imagen que trazó Nietzsche de los últimos hombres hace más de cien años. Puede ser un buen revulsivo. Y, más adelante, podremos plantearnos cómo alimentar y enriquecer el inmenso panorama de libertad que nos abre este periodo del año. Pero eso será en la próxima entrada.

Lucas Buch