La doble V: Vida+Vocación

Cambiar el mundo

Son muchos los jóvenes que hoy se preguntan cuestiones existenciales, igualmente hay muchos que no. Los primeros, desde mi punto de vista, buscan realizar en sus vidas un proyecto “humanizador”, capaz de sacar a flote lo más hermoso del ser humano y proyectarlo en la vida personal y en la sociedad, para que ambos se vean enriquecidos por esos dones o virtudes que todos poseemos. Pero, ¿es suficiente lo humano? No. Hay algo más profundo, si quieres más íntimo y desconocido, muy rico y enriquecedor capaz de dar sentido a la vida, aunque a ojos mundanos pueda parecer muy enclenque. A eso íntimo, intransferible, oculto a primera vista, en palabras del santo de Hipona “más dentro de mí que mi propia intimidad”, mejor dicho, a Ese, debemos prestar atención, porque no sólo nos ha dado la vida, sino también nos llama a vivir la vida en felicidad y servicio, esto es la vocación. Por eso, desde un plano meramente aséptico, la vocación ha existido, existe y existirá. Porque el Autor de la vocación (la llamada) es el mismo Ayer, Hoy y Siempre. Cosa aparte es nuestra capacidad interior a escuchar-sentir esa llamada. Dicho de una manera sencilla, la vocación es el dial que nos permite sintonizar con un Emisor, y que nos concede escuchar su llamada. No queda ocioso añadir, queridos amigos, que al sintonizar con Él, y más aún al seguir su llamada, queda garantizada nuestra felicidad y por ende la felicidad de muchos.

Por tanto, aún estamos en un plano de vocación muy general, e insistimos que la vocación es toda llamada a la felicidad desde el bien y que esa llamada siempre parte del mismo – aunque no nos percatemos de ello-, de Dios.

Pero, llegados a este punto vamos a ponerle nombre a la vocación: matrimonio, familia, profesión, sacerdocio, vida religiosa, consagración, etcétera.

¿Tú dónde te sitúas? ¿Qué escuchas? ¿Para qué te llama el Señor? … Estoy seguro de que si estás atento a su llamada, barruntarás por dónde te llama y quiere Cristo.

Permíteme, como sacerdote que soy, que te hable de mi llamada. Quizás te sientas identificado o no, pero sea como fuere, no olvides esto: Dios sigue llamando.

No alcanzo a comprender por qué yo, por qué a mí, quién soy yo para que se fijara en mí. Pero Dios sabe más, por eso, a pesar de mis resistencias a salir de mí, a salir de lo propio, Cristo -que me amaba desde antes de mi concepción- me llamó. Muchos me diréis, ¿cómo se escucha la llamada del Señor? No en voz audible sino inteligible. Cristo no me habló a voces, sino en los demás, en aquellos que había puesto en mi camino. En ellos vi al Señor. Desde mis padres, mis catequistas, los sacerdotes, amigos, … y tantos otros. Cristo me habló a través de ellos, y no me refiero a través de sus voces, sino de sus personas y hechos. En ellos se fue manifestando el Señor, así hasta llegar a la cúspide de la llamada: la Misa. Aún recuerdo las Misas de mi primera juventud, la preparación y la acción de gracias. Siempre digo esto: aunque te cueste la Misa, no te prives de la Misa, porque es en ella donde el Señor más claramente se te manifestará y te llamará (a lo que sea). La Santa Eucaristía que otrora era para mí sinónimo de fastidio y aburrimiento, se convirtió en el sostén de mi vida. Cada día escuchaba más clara la llamada del Señor. Hasta que como Jeremías le dije: “me sedujiste Señor,() y me pudiste” (Jer 20,7) ¡Y qué felicidad! Así, desde que salí de mi casa y me abandoné en los brazos de mi Padre Dios, en Cristo no he recibido más que gracias, llegando a donde jamás me hubiera imaginado llegar; alcanzar unas cotas de amor y felicidad impensables desde el plano puramente humano. Hoy, después de dieciocho años de Ministerio, puedo decir con el corazón henchido de agradecimiento: siempre tienes razón Señor.

Déjame que te dé este consejo: Apaga por un rato los ruidos de tu yo parejos a las estridencias del mundo y escucha la suave brilla de la llamada-vocación, y por donde te llame el Señor, síguelo. Ahí encontrarás tu felicidad, que se verá recompensada por el que es la Felicidad. En generosidad a Dios no le gana nadie. Doy testimonio de ello.

 

Antonio Manuel Álvarez Becerra, sacerdote.