Nunca he conocido a nadie que no quiera ser feliz. Carta de Don Gines a Jóvenes Católicos.

Cambiar el mundo

Querido amigo/a:

La verdad es que me cuesta trabajo ponerme delante del ordenador y escribir sin conocerte, me gustaría ponerte rostro, saber quién eres, cuáles son tus inquietudes, qué esperas de la vida, y también dónde están tus preocupaciones. Pero no importa, pienso que eres uno de los jóvenes de mi diócesis a quien conozco, o los que me encuentro por la calle, o, quizás, con los que comparto el asiento en el tren. En definitiva, eres un joven, una joven, que quiere compartir este corto espacio de tiempo, el que se necesita para leer  las líneas que hay a continuación.

La primera palabra que me viene a la mente es: felicidad. Nunca he conocido a nadie que no quiera ser feliz. Todos queremos y buscamos ser felices. La felicidad es un destino común a la humanidad, quizás la diferencia está en lo que entendemos por felicidad, y, mucho más, en el camino que tomamos para encontrarla o conseguirla. Pues si la felicidad es la aspiración humana por excelencia, es más pasional en los jóvenes; diría que la búsqueda es más intensa. Ser feliz para un joven es realizar sus expectativas, vivir en esperanza.

Sin embargo, tengo con frecuencia una preocupación. Me preocupa el engaño de la cultura actual que viene a decirte: ser feliz es no tener problemas, ni sufrimientos, ni preocupaciones. Este postulado os está condenando, nos está condenando a no ser felices nunca, porque siempre habrá en nosotros un problema, o una preocupación, o un sufrimiento. El secreto de la verdadera felicidad es aprender a ser feliz en medio de los problemas, los sufrimientos y las preocupaciones; las tengo, podemos decir, pero no me quitan la felicidad que es mucho más íntima, más profunda.

La felicidad, aunque es un don, nunca viene a buscarte, tienes tú que salir a encontrarla. Recuerdo las palabras del Papa Francisco en la JMJ de Cracovia cuando os alertaba sobre la tentación de confundir la felicidad con un sofá. “Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá —como los que hay ahora, modernos, con masajes adormecedores incluidos— que nos garantiza horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar horas frente a la computadora. Un sofá contra todo tipo de dolores y temores. Un sofá que nos haga quedarnos cerrados en casa, sin fatigarnos ni preocuparnos”. Esa no es la felicidad, sino el engaño de los que quieren jóvenes domesticados que digan a todo que sí; jóvenes que no piensen demasiado y todo lo dejen en la piel, en la pura y dura sensibilidad. Esa felicidad narcotizada, esos jóvenes domesticados, son la imagen de la ausencia de libertad, y como consecuencia, de la falta de entusiasmo, ilusión y alegría.

Entonces, podríais decirme, haznos una propuesta de felicidad auténtica, de la buena. Pues también lo haría con una sola palabra: Jesucristo.

En el Evangelio, Jesucristo se presenta como el camino, la verdad y la vida. El camino de la felicidad es Cristo. En Él encontrarás la coherencia a la que tanto valor das, la honradez y la autenticidad que tanto admiras y deseas. Jesucristo es un camino no exento de dificultades, pero es un camino con final feliz, porque Él mismo lo ha recorrido ya, compartiendo con nosotros todo, hasta la muerte, para sacarnos de ella.

Jesucristo es la verdad. La verdad es luminosa y revela lo que somos, lo que es el mundo, incluso quien es Dios. Quizás has oído a alguien decir que vivimos en la época de la postverdad. El diccionario Oxford ha elegido la palabra “postverdad” como la más relevante en el año 2016. Es decir, que es menos importante lo que de verdad es, o lo que ocurrió, que la emoción. Jesucristo es verdad, no es una idea o una emoción. Él no engaña, no esconde, es transparente y limpio. En el Señor no hay doblez.

Porque es el camino y la verdad es también la vida. Ante Jesús de Nazaret podemos preguntarnos con todo derecho: entonces, ¿qué es la vida? La vida no es una posesión absoluta para hacer lo que me da la gana. La vida encierra un curioso secreto, cuando se la guarda uno, la pierde; cuando la da, se gana, crece. La vida no es para mí, es para los demás. La vida es para ponerla al servicio de los demás, para entregarla. Una vida que no se da, no sirve para nada. El ejemplo lo tenemos en el mismo Señor, que entregó su vida por nosotros, y nos dijo: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.

¿De qué serviría una vida sin amor? El sabor de la vida, su sentido es el amor.

Dejadme que os cuente algo personal. Los obispos, cuando somos nombrados por el Papa, elegimos un lema que se convierte en un verdadero programa de vida para nuestro servicio en la Iglesia. Cuando tuve que elegir mi lema episcopal, enseguida pensé: haré mías las palabras del apóstol Pablo en su carta a los Filipenses; “para mí la vida es Cristo”. Porque la vida no es una cosa, la vida siempre es alguien. Y creo que la vida, mi vida, es Cristo. No me entiendo, ni me imagino sin Cristo. Cuando intento labrar mi felicidad siempre aparece Él para animarme, para fortalecerme, y también para corregirme. Siempre recuerdo las palabras de aquella joven santa que fue Teresa de Liseaux, “tu amor creció conmigo”. Cristo, cuando lo dejas, cuando no le pones inconveniente va creciendo en ti, se va haciendo fuerte, te va salvando.

Buscar la felicidad es tan sencillo como cada mañana preguntar a Jesús, ¿qué quiere de mí? Hacer lo que Dios quiere es el gran secreto de la felicidad. Basta buscarlo, basta preguntarlo, para que el camino se vaya haciendo realidad misteriosamente.

Gracias amigo, gracias amiga, por haberme permitido caminar contigo durante estos instantes de la lectura de esta carta. Ojalá podamos encontrarnos alguna vez y continuar la conversación y la amistad que empezó en estas letras.

Pediré por ti, pide tú también por mí. Un gran maestro espiritual de nuestro tiempo, Thomas Merton, escribe en el relato de su conversión, que está convencido de que su descubrimiento de la fe se lo debe a alguien que rezó por él, no sabe quién es, quizás sólo lo conocerá en el cielo, pero pidió por él como un acto grande de amor, sin esperar ninguna recompensa en esta tierra. La oración de los unos por los otros es una buena arma para el nacimiento y crecimiento de la fe.

Ahhh! Tenemos una Madre, una madre grande: María. A ella nos acogemos.

Un abrazo.

+ Ginés, Obispo de Guadix