Lo hemos logrado. Oración

Catequesis

Dios nunca pasa precipitadamente en nuestras vidas. El Espíritu Santo se presenta a María mientras hace oración: su respuesta no es de orgullo valorando sus fuerzas, sino de confianza y humildad en el poder de Dios.

San José, confundido como estaba, ante el soplo divino que lo instruye para que tome a la Virgen como su mujer, y al Niño Dios bajo su protección, reacciona con docilidad, y acepta el mensaje del alto. Más adelante huye a Egipto ¡al instante!, con prontitud de quien se sabe instrumento de su Amo.

En San Pablo la luz y la voz de un momento cambian el rumbo de su vida. A él se le pide que confíe en alguien por Dios enviado para hacer su voluntad. El “asustado” Ananías se da cuenta que obra un querer divino visitando a Saulo y abriéndole los ojos. Esto es lo que sucede cuando un amigo o amiga, por Dios asignado, nos hace ver la vocación –que inconscientemente todos buscamos-, que nos ha sido sellada en la frente del alma, desde tiempos antaños, que eternos llamamos. ¡No la podremos borrar! Al máximo pintarla de negro huyendo al contrario, e intentar raspar algo por Dios donado. Como la llevamos grabada dentro del alma inmortal, cada mañana reaparece, con escritura plateada, y a esa incisión no le daña, ni el viento, ni el fuego, ni nuestra cobardía en aceptarla.

No nos queda más remedio que responder con ilusión, como Mateo sentado en el banco del telonio. Lo abandonó todo al instante, no tuvo miedo del futuro, ni de lo que sucedería yendo detrás de ese Jesús desconocido que le llamaba. Al final de su vida se reiría por haber sido generoso, y daría gracias por no haberse quedado apegado a unas monedas -que habrían perdido su valor y encanto con el pasar de los años-, y que ahora descubría el verdadero tesoro por el Cielo conquistado.

¡Y así todos los Santos! Uno detrás de otro han consumido sus vidas por Dios y sus hermanos, y en la recta del camino han contemplado los frutos recogidos, ¡y los sembrados! Han dicho antes de dar el salto: ¡Dios mío, no merecía tanto, Tú sí que pagas –no lo mundano-, el ciento por uno! Es más, tengo la sensación de haber recibido ¡un millón por uno! Todo lo que me has dado ha sido para ti, para tu gloria. Ahora comprendo de modo diáfano, la acción del Espíritu Santo en mi vida, y la de todos los amigos y amigas de quienes te has servido, para que yo diese cada uno de mis pasos.

Cuando sopla el viento impetuoso del Paráclito en nuestras vidas, ¡que siempre sopla!, lo mejor que podemos hacer es desplegar nuestras velas, dejar la pobre “seguridad” de nuestros remos baratos, y surcar los mares y océanos del Mundo recogiendo peces de todos los colores y tamaños que Dios nos va confiando.

En esa redada final descubriremos que todos teníamos el mismo regalo: ¡la Eternidad y el Amor! En esa presencia de Dios Uno y Trino, y de María y José de la mano, se alzarán unas voces, de miles de millones de humanos -la Comunión de los Santos-, que nos dirán riendo: ¡lo hemos logrado!

José Maria Gorgojo (24.V.2012)