Papá, no tengas miedo

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Papá, no tengas miedo: es Jesús quien vendrá a buscarte con la Virgen María y mamá. Empiezo a escribir este post, ya de madrugada, recogiendo las palabras que mi hermano pequeño, el hermanito Isaac, monje de la Comunidad del Cordero, acaba de susurrar al oído de nuestro padre, que afronta la hora definitiva desde su cama de hospital. Después, le impone de nuevo las manos y le dice lo que todos pensamos: te queremos mucho papá.

Ha sido un día precioso. La muerte se ha transformado en vida. Desde que la doctora nos dijo, ayer al mediodía, que le quedaban unas horas de vida, su habitación, con la Sagrada Familia presidiendo, ha brillado con luz propia, la luz que le prestaba una vida entregada a la familia. Han ido pasando los nietos a despedirse, cada uno con su estilo y sus reacciones únicas e irrepetibles. Alrededor de la cama de hospital, ha estado ardiendo todo el día un fuego inextinguible. Un hijo llegaba: Papá te queremos mucho. Un nieto se le acercaba: Abuelo, te quiero, quien en voz alta, quien en voz baja. De pronto, uno le daba un beso: abuelo, me voy y vuelvo enseguida. Otro le cogía con fuerza de la mano o le miraba con lágrimas en los ojos. Y otros preferían llorar por dentro, en el fondo del alma, donde la tierra se junta con el cielo. La biznieta de un mes, en cambio, lo hacía despreocupadamente, a pulmón suelto, como solo saben hacerlo los que están más cerca de Dios que de los hombres. También las personas que le han cuidado estos últimos años han querido venir a despedirse.

Los seis hermanos hemos dejado nuestras ocupaciones para estar donde el corazón nos pedía. Hemos rezado y hablado con él o de él, durante su inconsciencia. Cuando la respiración se ha hecho más dificultosa, la sedación ha alejado un poco su espíritu, pero hemos llegado a él a través del cuerpo, tan impregnado de alma en estos momentos, agarrando sus manos sin descanso, como le vimos a él hacer con nuestra madre hace ya casi diez años. Manos de hijos, manos de nietos, manos amigas, manos de vida y de luz.

Son ya las cuatro de la madrugada, la respiración se ha ido haciendo más irregular y a mí me ha dado por contar el espacio de tiempo entre inspiraciones, que se van espaciando poco a poco, como hacía con las contracciones en el parto de mis hijos. ¡Cómo se parece la muerte al nacimiento! El alma lucha por volver a su lugar de origen, pero el cuerpo sabe que él aún no puede acompañarla y se agarra a la vida como puede. No sabe que tiene que dejarla ir para que ella le prepare una morada: cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estéis también vosotros (Jn 14,3).

Como a todos, me vienen recuerdos a la cabeza y pido a Dios, como hago siempre que alguien nos deja, que me infunda su virtud más característica. Pienso en ella y me cuesta destacarla. El señorío, la humildad (con una adecuada dosis de orgullo cuando convenía), la discreción, la generosidad, la delicadeza, el fino sentido del humor… Al final, me quedo con la que más me concierne, la que engloba todas ellas y las reconduce a la unidad: la paternidad. Sí, Señor, ayúdame a aprender a ser padre (¡y esposo!) como él lo ha sido.

Y dejo ya el post para volver a coger su mano. Presiento que ya queda poco para la Vida, y casi escucho a mi madre regañándonos desde el Cielo: ¡queréis hacer el favor de dejarle venir de una vez por todas! Ahí va, mamá, tuyo es, ahora sí, de verdad y para siempre.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes