El día 4 celebramos a San Francisco de Asís, un santo que marcó un antes y un después en la historia de la Iglesia y del mundo.
Su vida no es un recuerdo lejano, sino un mensaje actual para un tiempo como el nuestro, donde tantos jóvenes buscan sentido en medio de un mar de ofertas pasajeras, de materialismo y de hipersensaciones. Los jóvenes de hoy, muchas veces, no quieren grandes discursos: buscan autenticidad, buscan verdad, buscan razón.
San Francisco conoció también una Iglesia mordida por el ansia de poder y de riqueza, herida por la incoherencia. Y supo responder con la sencillez, con el despojo y con una fe desnuda que se fiaba sólo de Dios.
También ahora, cuando muchos jóvenes entran a la Iglesia esperando verdad y no sólo norma, ritual vacío o rutina cumplidora, su testimonio vuelve a brillar. Esa sed que hoy se manifiesta en grupos eclesiales en auge donde buscan sencillamente, con el mismo deseo que ardía en Francisco: volver al centro.
El poeta León Felipe lo dijo con palabras que parecen escritas para él
Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero…, sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos,
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
Eso fue Francisco: ligero, libre, abierto a caminos nuevos y haciendo nuevos los caminos ya pisados. Y eso es lo que pide el corazón del hombre y mujer de hoy: vivir con verdad, sin callos que endurecen la sensibilidad y sin farsa. No una fe recitada como un sacristán que repite mecánicamente, ni como un cómico viejo que declama versos aprendidos, sino una fe viva, fresca, que toca lo profundo y lo reordena todo.
Aquí entra lo que muchos jóvenes expresan con el VV, el “vamos viendo”.
No es superficialidad ni desorden, sino confianza. Significa reconocer que el futuro no lo controlo, pero que no voy solo: Dios es Padre y camina conmigo. Significa vivir la vida no como amenaza, sino como aventura compartida.
Francisco, que renunció a todo sin saber a dónde le llevaría, pero confiado en que el Padre no lo soltaría es ejemplo de ese “vamos viendo” que Dios convirtió en una historia mucho más grande que sus sueños juveniles.
El camino de Francisco fue precisamente ese: el despojo que lo llevaría a recuperar su centro. Pero no lo hizo para encerrarse en sí mismo, sino para abrirse al encuentro: primero con Dios, luego con los hermanos y finalmente con toda la creación. En ese despojo encontró una fraternidad universal, una ecología del amor que acaricia la vida, cuida lo pequeño y ve en todo reflejo del Creador.
Pero el secreto más hondo de Francisco está en cómo aprende a mirar al Crucificado a los ojos. No a la cruz como madero aplastador, sino a Cristo mismo crucificado con él, el mismo que en San Damián le habló con palabras que le hicieron arder: “Francisco, repara mi Iglesia”.
Hace 800 años, en medio de vómitos de sangre, de la hidropesía que lo agotaba y de la oscuridad de la ceguera, Francisco compuso el Cántico de las Criaturas. Un himno de alabanza nacido del dolor. ¿Cómo se explica? Porque sabía mirar al Crucificado, y en esa mirada encontraba amor. Esa es la clave: no pedir a Dios que arregle mágicamente los problemas cuando el mal nos pega el bocado, sino dejarse acompañar por Él en medio de ellos. Y así, Francisco podía alabar, podía cantar, podía sentirse amado incluso en la tribulación.
También aquí conecta con los jóvenes de hoy. En medio de depresiones, de crisis de sentido, de ansias de controlarlo todo, de búsquedas que a menudo se pierden en caminos vacíos, Francisco tiene un mensaje claro: vive confiado, vive ligero, vive el “vamos viendo con Dios”. No como resignación, sino como abandono confiado. No como improvisación hueca, sino como la seguridad de quien se sabe en manos de un Padre.
Francisco no tuvo miedo a vivir pobre porque sabía que estaba lleno. No tuvo miedo al dolor porque sabía que Cristo lo acompañaba. No tuvo miedo a cantar en medio de la oscuridad porque sabía que en los ojos del Crucificado brillaba la vida.
Hoy sólo debemos hacernos estas tres preguntas que escribió el Obispo Pedro Casaldáliga en su poema dedicado a los diez leprosos que hoy encierran las “lepras” de nuestro tiempo:
“¿Qué Francisco aún os besa?
¿Qué Clara os sienta a la mesa?
¿Qué Iglesia os hace de hogar?”
Pablo Domínguez,
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