Cónclave

Catequesis

Javier Pereda Pereda

La Iglesia y el mundo están expectantes ante la elección del 267 sucesor de la Cátedra de San Pedro. Para algunos cardenales como Timothy Dolan, de Nueva York, el colegio cardenalicio busca al próximo Papa con el corazón de Francisco y con la claridad y precisión doctrinal de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Otros cardenales como Gerhard Ludwig Müller, quien fue Prefecto de la Doctrina de la Fe y antes obispo de Ratisbona en Alemania, aporta la clave del ministerio petrino. Porque todos los papas mantienen la continuidad en su misión que viene del mismo Cristo, aunque cada uno tenga su propia personalidad.

En definitiva, que la fe, la moral y la doctrina nacen de la palabra de Dios (Evangelio), por lo que no se puede dejar a la arbitrariedad. En consecuencia, el poder del papa, según la doctrina del primado, no es ilimitado, como indica la Constitución “Dei Verbum” (números 7-10). El Papa explica la fe, no crea la fe. Está fuera de sus atribuciones que los laicos celebren la misa o que se pueda ordenar a mujeres. Por eso, no se trata tanto de que la Iglesia se adapte a los requerimientos del mundo, como que transmita el Evangelio en las circunstancias históricas actuales de la sociedad.

Cuando algunos medios de comunicación lanzan el mensaje de la necesidad de la apertura de la Iglesia o si un cardenal es progresista o conservador, están catalogando a esta institución de origen divino como si se tratara de una mera organización humana o política más. Ni la Iglesia, ni el papa, están autorizados para cambiar la doctrina de Jesucristo, contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).

Por eso, en el ambiente de la dictadura del relativismo se hace más necesario adquirir una profunda formación doctrinal-religiosa. Así, en cuestiones que afectan a las propiedades esenciales del sacramento del matrimonio: unidad, indisolubilidad y fidelidad; la natalidad y la procreación responsable recogida en la encíclica “Humanae Vitae”; la fecundación artificial; la Comunión de los divorciados y vueltos a casar; en la antropología cristiana o a la justicia social.  Lo mismo se podría decir en lo referente a la eutanasia, el aborto, la investigación con embriones humanos, el consumo de drogas, la guerra justa o la ideología de género.

El nuevo Pastor de la Iglesia que salga elegido en la próxima semana, en mi modesta opinión, tendría que tener y transmitir un gran amor por Jesús en la Eucaristía.

Me causó impacto la encíclica de Juan Pablo II: “La Iglesia vive de la Eucaristía” (2003). Sabía lo que decía, porque él mismo lo vivía cada día. Era frecuente verle arrodillado ante el Santísimo, como cuando pasó la noche en adoración en la Nunciatura de Madrid, en la visita a España en 1982.

También sucedió con Benedicto XVI, en la memorable vigilia eucarística en el madrileño barrio de Cuatro Vientos en 2011. Al mismo tiempo, en aquella inolvidable Jornada Mundial de la Juventud, en el Parque del Retiro había más de 200 confesionarios en pleno funcionamiento. Un mensaje inequívoco de la necesidad y la unión entre el sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía. Porque como dice el cardenal Raniero Cantalamessa: “Hay un peligro mortal para la Iglesia, y es vivir como si Cristo no existiera”.

Siguen siendo actuales y proféticas las palabras de san Juan Pablo II, en la preparación del tercer milenio del cristianismo, recogidas en la carta apostólica “Novo Millenio Ineunte”: “Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en el que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino cristianos con riesgo”.

Con estos fundamentos: formación cristiana, Eucaristía, confesión y oración, se podrá afrontar con éxito la nueva Evangelización. Ya sea en China, Rusia, India, África, América o en Europa, que ha perdido su identidad. La Iglesia se asemeja a un transatlántico en el que solo el capitán de la embarcación, no puede llevarlo a buen puerto. Se precisa la colaboración activa de todos los miembros de la tripulación, que no se limitarán a ser viajeros. El representante de Cristo en la tierra, en unión a todos los católicos (sacerdotes y laicos), serán quienes lleven a cabo esta apasionante misión evangelizadora.