El amor en calma: la eternidad en lo cotidiano

Testimonios

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Autora: Randa Hasfura Anastas, Fundacion Ecumenica de Tierra Santa

Hay historias que no necesitan grandes gestos ni capítulos heroicos para ser inmensas. Historias que se construyen despacio, con la paciencia de los años y la fidelidad de lo cotidiano. La de mis padres es una de ellas.

Vivieron su vida entera en una calma que muchos confundirían con rutina, pero que en realidad era armonía. En casa no había discordancias, ni sobresaltos, ni dramatismos. Solo un ritmo suave, constante, como el de las olas que van y vienen sin cansarse nunca (por eso les encantaba el mar). Su amor fue así: una “monotonía ordinaria”, como diría alguien que comprende la profundidad de lo simple.

Durante 65 años, sí 65, compartieron todo: las mañanas de misa y desayunos, las conversaciones breves, las miradas cómplices, los silencios que ya no necesitaban palabras. Nunca hubo gritos ni discusiones, porque sabían escucharse. No porque fueran iguales, sino porque se elegían cada día, con la serenidad de quien ha decidido amar más allá del entusiasmo… o del cansancio.

En ese hogar de vistas verdes y azules, se respiraba paz. La misma paz que uno siente al volver a un lugar donde nada ha cambiado, donde todo sigue en su sitio, esperando a todos. Mis padres no tuvieron una vida de lujos ni de grandes reconocimientos, pero lograron lo que pocos: vivir sin heridas, sin resentimientos, sin perder nunca la “ternura”.

Mi padre partió hace poco, y con él se fue una parte silenciosa de esa historia, la mitad de un diálogo que parecía eterno. Pero lo que dejó no fue ausencia, sino huella. La huella de una vida entera dedicada al amor, a la serenidad y a la entrega.

Quienes los conocieron, recuerdan esa paz que transmitían incluso en lo más sencillo: una comida compartida, un paseo sin prisa, un domingo de misa. Ambos no necesitaban palabras grandes para expresar su amor, (dicen los misioneros, monjas o sacerdotes que les conocían a ambos). Bastaba la manera en que se miraban, o ese gesto leve de tomarse la mano al cruzar la calle. Todo en ellos hablaba de una fidelidad callada y profunda.

Su vida fue un testimonio de lo que significa amar “hasta el cielo”. Sin altibajos, sin dramatismos, sin buscar protagonismo. Vivieron cada día como si fuera el primero y el último, con esa naturalidad que tienen las almas buenas. Encontraban alegría en las pequeñas cosas: en el greibe recién hecho, en el jardín que cuidaban juntos, o en el simple hecho de estar.

Su historia, como la de tantos matrimonios que supieron perseverar en el amor, muestra que la felicidad no se mide en los acontecimientos, sino en la calidad del alma. En su convivencia no hubo “nada extraordinario” a los ojos del mundo, pero en realidad todo lo fue: su forma de escucharse, de perdonarse, de seguir siendo novios después de tantos años.

Mi padre solía decir “del salón al sillón”, “sin prisa pero sin pausa”… un hombre sereno, atento, de esos que saben dar cariño sin ruido. Mi madre, con su dulzura y constancia, fue el corazón silencioso del hogar.

Juntos formaron una unidad “tan natural que parecía eterna”.

Hoy, al recordarlos, comprendo que su historia no terminó con la muerte, sino que se transformó en ejemplo. Mi padre vive ahora en el cielo, y mi madre lo sigue amando desde la tierra. Juntos, aún, en ese misterio hermoso que une lo que el tiempo no puede separar, me dieron ejemplo de “fe” vivida con sencillez, de “esperanza” que no se apaga y del “amor” más puro que pude ver.

Por eso hoy, al escribir estas líneas, en este octubre de vientos y memorias, no pretendo más que dar testimonio: porque hablar de ellos es hablar de la paz posible, del amor cotidiano, del milagro de la fidelidad silenciosa.

A mis padres:

Gracias por mostrarme que en la aparente “monotonía” se esconde la verdadera grandeza. Que el amor puede ser sencillo, pero nunca pequeño. Que la paz no es ausencia de ruido, sino música de dos almas que se entienden sin palabras.

Su historia seguirá siendo, para mí, la más grande lección: la eternidad en lo cotidiano.