La simplicidad divina

Catequesis

José Gil Llorca

Dios es la Verdad. Verdad Absoluta. Verdad luminosa cuyo resplandor nos ciega y por eso no podemos mirarla directamente.

La voz del Señor, es atronadora para nuestros pequeños oídos. Por eso decimos temerosos como los israelitas, «que no nos hable Dios directamente»: Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante, y temblando de miedo se mantenía a distancia.

Dijeron a Moisés: «Habla tú con nosotros, que podremos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos» (Ex 20, 18-19). Y Dios les habló por medio de Moisés.

Los ojos, la mente, la pequeñez de nuestro corazón y nuestros sentidos es tan imperfecta y tan limitada que no podemos ver a Dios y quedar con vida. Nos es imposible ver a aquel que no es visible. Y por eso, el invisible se hizo visible en Cristo. Por eso quien ve a Jesús ve al Padre.

Aquí en la tierra solo viendo a Jesús podemos ver al Padre y al Espíritu Santo. No lo vemos con los ojos pero lo sentimos como el viento y arde en nosotros como el fuego. Experimentamos su presencia de modo limitado y adaptado a nuestra pobre condición humana.

El mismo Jesús, no puede ser visto, porque su cuerpo es glorioso y solo por una gracia especial es posible reconocerlo. Esa gracia la recibieron los apóstoles para poder dar testimonio de que aquel que había muerto, era el mismo que había resucitado. Jesús glorioso se apareció visiblemente pero no en todo el esplendor de su gloria, pues no habrían podido resistir su luz y resplandor. Habrían quedado paralizados, extasiados, sin saber lo que hacer y decir. Tal y como sucedió en la cumbre del Tabor cuando Cristo se transfiguró dejando ver un poco de su gloria.

Dios, la belleza suprema e infinita, la luz suprasensible, su ser absoluto, fuente y principio de todo ser que está por encima de todo cuanto es y existe es también sumamente simple. Pero nosotros, seres compuestos, no podemos captar esa sencillez y simplicidad.

Tenemos dos opciones. Ambas buenas y legítimas: Aceptar con la sencillez y con la simplicidad de los niños su revelación, y también procurar como adultos penetrar en su misterio con la razón que Él mismo nos ha dado. Eso sí, este segundo camino es muy arduo y complicado. No porque Dios sea complicado, sino porque la limitación de nuestra razón solo puede captar la sencillez de Dios por los complejos laberintos de nuestra razón. ¿Es necesario hacerlo? No. ¿Es conveniente? Sí. Pero no para todos. Tampoco es necesario para poder conocerlo y amarlo más. Es conveniente porque la complejidad de los que no aceptan el camino de la sencillez precisan de que se les muestre el camino de la complejidad. Y también resulta conveniente porque cuanto más conozcamos a Dios, más podemos amarlo.

El niño no necesita de arduos razonamientos para conocer a sus padres y el amor que le tienen. Lo experimenta y comprueba en cada momento. Recibe sin dudar las enseñanzas que precisa para su vida y para su limitada felicidad aquí en la tierra. Sabe que su ser es vitalidad alegre y esplendida, que su vida es apasionante y divertida, un regalo propio del amor. Sabe que sus padres le han regalado juguetes espectaculares de los que puede disfrutar, con los que puede jugar. Que tiene una inmensa cantidad de hermanos con los que aumentar todo aquello que ha recibido porque sería muy aburrido jugar solo y contemplar solo tantas maravillas.

Pero también sabe que puede hacerse daño, que no está exento de sufrir, que el dolor está dentro de las posibilidades de su vida terrena. Puede disfrutar compartiendo con sus hermanos de un sabroso racimo de cristalinas uvas verdes o moradas, pero también experimentar el hambre. La experiencia del hambre es necesaria para él disfrute de las uvas. Y sabe que puede haber muchas ocasiones en que sintiendo el hambre no las tenga para saciarse con ellas. Puede disfrutar de un esponjoso pan caliente, pero puede también morir por no tener ni un pedazo de pan duro con que alimentarse. Pero a pesar de todo, como su padre le ha enseñado la razón y el por qué de todo eso, sabe que en cualquier situación y circunstancia nunca está solo sino que siempre le acompaña, se siente seguro y tranquilo.

La experiencia del dolor, del miedo, del sufrimiento le llevan a abrazarse con más fuerza a su padre. Se refugia en su seno y siente los brazos fuertes de su padre. Y entonces, a pesar de que su cuerpo tierno pueda ser devorado no temerá porque sus heridas serán curadas y su vida preservada, no les tocara el tormento sino que pasará a aquel lugar donde ya no hay temor alguno, ni oscuridad, ni enfermedad, ni dolor, sino donde todo será alegría, luz, y gozo sin fin.

El niño no ha necesitado entender la fuerza de su padre; el poder para que nada le haga ningún daño. No ha tenido que razonar y examinar minuciosamente la debilidad y fragilidad de su cuerpo. Su padre se lo ha dicho. Su padre se lo ha asegurado. Y él confía en que su padre Dios, convertirá todo eso en fuerza invencible.