«La muerte llama al arzobispo». Willa Cather

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Historia novelada de dos sacerdotes franceses en Nuevo México (EE.UU.), en la segunda mitad del siglo XIX.

Con motivo de la guerra entre los Estados Unidos y México (1846-1848), este último país se vio obligado a ceder a los del norte extensos territorios, entre otros el de Nuevo México con capital en la pequeña villa de Santa Fe. En él la Santa Sede erigió una diócesis y nombró Obispo al misionero francés Jean Baptiste Lamy -en la novela Jean Marie Latour-, que tomó posesión en 1851; iba acompañado de su vicario, el también francés P.Joseph Machebeuf -en la novela P.Joseph Vaillant-.

Nuevo México era un territorio desértico en el que coincidían tres grupos étnicos: Mexicanos, indios nativos divididos en tribus y un pequeño grupo de colonos y militares norteamericanos. Nuevo México había sido evangelizado por franciscanos españoles, pero en 1680 se había producido la rebelión de los indios pueblo, que mataron a más de 400 colonos y a 21 misioneros. El territorio fue recuperado por los españoles, pero las misiones arrasadas nunca se reconstruyeron, ahora el clero era autóctono y hasta el momento había dependido del obispado de Durango, dos mil kilómetros al sur.

A pesar de la distancia y de la falta de clero, la fe que introdujeron los frailes españoles no estaba muerta, solo necesitaba atención. Relata Willa Cather como «los abuelos trataban de recordar el catecismo para enseñárselo a sus nietos» (pág.120), y como, mientras recorría el territorio, el P.Vaillant se detenía en las aldeas para «casar, bautizar y confesar a sus habitantes» (pág.256). Hay un detalle de humor, cuando una mujer ve al vicario y exclama: «¡Dios mío, que feo es el padre! Debe ser todo un santo (pág.139).

El caso de los indios era distinto, divididos en tribus, unos eran más refractarios que otros a la recepción de la fe. Cuenta el P.Vaillant como en una ocasión «un indio pima, en la profundidad de una cueva me mostró un cáliz dorado, ornamentos, vinajeras y todo lo necesario para celebrar misa. Sus antepasados habían escondido esos objetos sagrados cuando los apaches saquearon la misión» (pág.260). Gran parte de estos relatos están tomados de las cartas del P.Vaillant a su hermana Philomene, monja de clausura en Francia, por lo que hemos de presuponer su veracidad.

Destaca en el libro la diferencia entre los misioneros franceses, sacrificados y apostólicos, y el clero autóctono, acomodado y caciquil, en el que algunos sacerdotes vivían en concubinato y otros solo se preocupaban de prosperar económicamente. El pueblo mejicano era amable y acogedor con los misioneros y en sus pequeñas cabañas siempre había imágenes de santos. Los indios, por su parte, compaginaban el trato con los sacerdotes con sus creencias ancestrales, lo cual hace exclamar en una ocasión al obispo Latour que su diócesis «todavía era pagana» (pag.263).

La autora, Willa Cather, era de familia baptista y demuestra ser una mujer espiritual. En sus relatos tiene un lugar destacado la Virgen Santísima: «Una señora tan Bondadosa en el cielo, aunque en la tierra las hubiera tan crueles» (pág.266) y recuerda como en el anillo episcopal del P.Vaillant -posteriormente Obispo de Denver (Colorado)- se podía leer: «Auspice Maria» (Miranos María). Al tratar sobre los sufrimientos de muchos mexicanos afirma que «la cruz privó de indignidad al sufrimiento y convirtió el dolor y la pobreza en formas de comunión con Cristo» (pág.266).

Willa Cather era lesbiana -siempre convivió con otras mujeres-, lo cual no deja de ser un argumento a favor de lo que recientemente nos ha enseñado el papa Francisco, que los gays y lesbianas tambión son hijos de Dios y que no deben ser excluidos de la Iglesia. El libro va encabezado por una interesante y erudita Introducción de su editor Manuel Broncano y es adecuado para todo tipo de lectores.

Reseña de Juan Ignacio Encabo