El milagro de la Comunión

Testimonios

Águeda Rey

Me han insistido para que escriba esta historia, de la que yo no he sido consciente hasta que me la han contado, pero ocurrió tal cual os la cuento, como el milagro que es.

Mi ingreso hospitalario para practicarme una traqueostomía finalizó el Domingo de Ramos. Antes de salir del hospital probé a tragar una gelatina con la intención de comprobar si podría comulgar. Ya lo había intentado antes con una forma sin consagrar que me dejaron en mi parroquia. Fue un desastre: lo que entró en la boca de la misma salió fuera, acompañado de un río saliva. Así no podía comulgar.

El viaje de regreso a casa fue un no parar de llorar. Sabía que podía ocurrir, pero no estaba preparada.

Al llegar a casa Alejandro me lavó el pelo, nos arreglamos y fuimos a Misa. Nos quedamos atrás para pasar desapercibidos, pero nos vieron y nos trajeron la comunión. Tuve que decir que no podía lo que desencadenó otra cascada de lágrimas.

El Lunes Santo volvimos a Misa y no comulgué: más llanto. El Martes Santo decidimos ir a Misa a la que también es nuestra casa, la parroquia Nuestra Señora de la Visitación, pero que ya no frecuentamos tanto porque sus horarios son incompatibles con nuestra complicada vida de enferma y cuidador. Nos quedamos atrás y al final se acercó mucha gente a saludarnos. El último fue don José Ignacio que estuvo muy cariñoso. Al saber que no podía comulgar me dijo que le iba a pedir a Jesús que me concediera el poder hacerlo.

Otra vez me puse a llorar, pero esta vez por la ternura con que me lo dijo. Ya empezaba a aceptar y agradecer este nuevo sufrimiento de no poder comulgar. Me ayudó mucho el torrente de respuestas que recibí en Twitter (X) a una pregunta que formulé: ¿Conocéis algún santo que hubiera tenido que dejar de comulgar? Hay muchos, lo que me consoló bastante, porque comprobé que habían tenido la gracia para ser santos aunque no hubieran podido comulgar. Supongo que les bastó el deseo y yo, deseo, tengo mucho. No me iba a faltar la gracia.

El Miércoles Santo volví a misa y ya no lloré. El jueves vinieron a comer a casa Miguel y su mujer, Elena y, claro está, nuestra nietecita Teresa. Durante la comida estuvo en mi regazo lo que me dio ánimos y fuerza, por lo que al terminar me animé a probar una gotita de vino por si pudiera comulgar con la sangre de Cristo, y pude. Alejandro me empujó a intentarlo de nuevo con una forma sin consagrar que aún teníamos. Pude sin problema. No podía estar más feliz, la oración de don José Ignacio había dado su fruto. Entonces Miguel dijo que Teresa es la que trae los milagros, como significa su nombre. ¡Efectivamente!, don José Ignacio pidió el milagro y Teresa me lo trajo.

En la celebración del Jueves Santo pude comulgar y también lloré, pero esta vez de gozo. En la fiesta de la institución de la Eucaristía, en la cena del Señor, yo también estuve invitada a participar plenamente.

Es un regalo haber vivido la Semana Santa de esta forma; yo he sido un apóstol más, que los días previos a su muerte presentían la tragedia y no comulgaban aún, y he estado con Jesús en Su última cena y he comulgado por primera vez. Es más, viví con ellos también la ausencia del Maestro el Viernes Santo porque no pudimos ir a los oficios al tener que pasarlo en urgencias por una infección en la herida de la tráqueo. Después de esa ausencia volví a comulgar en la Vigilia Pascual, con Jesús resucitado y ya no he dejado de hacerlo hasta hoy ¡Gloria a Dios! Verdaderamente ha resucitado el Señor.