La llaga en el espejo

Testimonios

Águeda Rey

Uno de mis deseos más íntimos es ser reflejo de Jesús en todos los aspectos de mi vida. Que quien me vea, vea a Cristo. Quizá por eso uno de mis libros favoritos es «Imitación de Cristo» de Tomás de Kempis (no desvelo un gran secreto pues pienso que será el deseo de cualquier cristiano).

Desgraciadamente estoy lejísimos aún; quizá nunca llegue a conseguirlo, entre otras cosas porque con mis puños es imposible y necesito de la Gracia que Dios me quiera dar; y pienso que Dios sabe más que yo y sabe por tanto que mi pretensión tiene mucho de vanidad; por eso me protege no dándome toda la Gracia de golpe, y por ello todos los días vuelvo a cometer las mismas faltas. Pero no pierdo la esperanza de alcanzar una humildad perfecta. En el Cielo, seguramente.

Independientemente de esta lucha sin cuartel contra todos mis pecados que me acerca demasiado lentamente a ser como Él, de vez en cuando recibo con lucidez señales que me transportan efímeramente al objetivo deseado. Luego vuelvo a la cruda realidad de la distancia infinita entre mi deseo y mi ahora.

Pero siempre queda algo, como un cosquilleo en el estómago, que me dura días y me consuela por la certeza de tener a Jesús de mi lado.

Si empezara hablando de la llaga me dejaría muchísimas señales sin contar, así que tiraré antes de memoria para que se comprenda el proceso.

Creo que la primera señal fue cuando dejé de andar, que ocurrió más o menos a la vez que dejé de usar la mano «sana» de un modo normal. Me vi a mí misma crucificada -metafóricamente hablando- y sentí por primera vez que me identificaba con Jesús en su Calvario.

También lo sentí a medida que necesitaba más y más el respirador, al imaginar a Jesús haciendo esfuerzos para tomar aire en la Cruz.

Más o menos por esa época empecé a sufrir dolores intensos en los empeines y me di cuenta que ya no podía mantenerlos erguidos, lo que llegaba a ser insoportable, especialmente al dormir. Mirando un crucifijo me sentí completamente identificada con el dolor que causaría a Jesús la postura forzada de sus pies clavados.

Como remedio para este dolor empecé a utilizar unas férulas con un hierro interior que colocaban los pies en un ángulo con la pierna natural y descansado. Dejaron de dolerme los empeines pero, a cambio, empecé a despertarme cada mañana con un llamativo círculo rojo en mitad de cada empeine. No dolía, pero no hay que ser un lince para saber a qué nos recordaba. Digo «nos» porque Alejandro también lo pensaba y fue por esa época que empezó a besarme los pies al despertarme. Después cambié las férulas por unas taloneras sin hierros y nunca más volví a tener las «marcas de los clavos» -metaforicamente hablando- aunque sí los besos.

Ya he escrito últimamente sobre el gesto de coger o acariciarme la mano que me transporta a los momentos en los que Jesús tomaba de la mano al hacer sus milagros o de querer ser nada por no poder hablar, como Jesús se hace nada en un trozo de pan y se encierra en un Sagrario. Hasta aquí la memoria.

En diciembre de 2022 me intervinieron para colocarme una sonda gástrica para mi alimentación. Consiste en un tubo que sale de mi tripa por el que poder suministrar los batidos alimenticios. Recuerdo perfectamente lo último que dije antes de quedar profundamente dormida por la anestesia; el cirujano me preguntó que dónde la prefería llevar, en el centro o más lateral, y yo dije por pura coquetería que en el costado donde resultaría más fácil ocultarla.

Ahí ha estado la sonda original durante nueve meses, pero los últimos tres han sido durillos. Dolores intensos mezclados con sangrado constante. Me ahorro los detalles escabrosos. Era fácil pensar en la llaga del costado de Cristo aunque la mía justo en el lado contrario.

Un día lo vi claro, mi «llaga» no es la Suya, es Su reflejo en un espejo. ¿No es acaso mi deseo ser reflejo Suyo? Qué regalo tan maravilloso poder vivir este vínculo tan especial de Su reflejo en un espejo. Al igual que la sombra, el reflejo está siempre y firmemente unido a quien lo provoca.

Una anécdota para terminar: hace unos días me cambiaron esa primera sonda por una más moderna. El cirujano que hizo el trueque era un encanto y, antes de colocar la nueva, le dijo a una de sus enfermeras que le pasara el agua bendita, con la que roció el dispositivo. Menudo regalo. A día de hoy la sonda ha dejado de sangrar.