El clic de Gaudí [Cuaresma]

Catequesis, Cuaresma

Enrique Bonet

Con la edad uno tiene el riesgo de creerse que lo sabe todo. A los curas también nos pasa. Creemos que lo sabemos todo sobre algunas cosas.

Cuando se habla de Gaudí, uno piensa: ¡qué me vas a contar! Lo sé casi todo: el proceso de beatificación, la vida, los infortunios amorosos, algunas anécdotas que conocemos.

Pero el otro día descubrí -una vez más- que no lo sabía todo…

y he ido contando mi descubrimiento a los niños en las pláticas del colegio.

Les pregunto: ¿Cómo murió Gaudi? Es algo que casi todos saben. ¿A dónde iba? Los niños no lo saben. Nosotros sí. Iba a la Iglesia.

Sabemos cuál era más o menos su horario: por la mañana, Misa; después, desayuno. Luego trabajo. Hasta las 17h aproximadamente. Después iba normalmente a San Felipe Neri. Allí estaba su confesor. Allí acudía a rezar las vísperas y confesarse regularmente. Algunos dicen que ese día iba a confesarse.

Un hombre que vivía santamente. Y, «se muere como se vive», así que Gaudi murió santamente.

Vivía una pobreza extrema. De hecho, tras el atropello, es confundido con un mendigo. La gente no lo quiere llevar al hospital. Un guardia civil ha de “obligar” a un taxista a transportarlo a la casa de socorro, donde el capellán finalmente lo reconoce.

Las últimas palabras que dijo fueron: “Déú meu, Déu meu”. Una muerte santa de un hombre que está, de hecho, en proceso de beatificación.

Pero quizás lo que no sabíamos es que el joven Gaudí no era precisamente un santo.

Tampoco un pecador, pero sí un arquitecto exitoso un poco frívolo. Amante de la buena ropa, la buena comida, los lugares gourmet de Barcelona y los espectáculos de la época a los que llegaba, según la crónica, en carruaje; deslumbrando.

En algún artículo se dice que Gaudí no era especialmente practicante… de hecho, después de la muerte de su hermano y su madre, decepcionado, decidió vivir como si fuera ateo. Se enfadó con Dios y no quiso saber nada de la religión… hasta que le encargan la Sagrada Familia. Los primeros años compatibiliza la construcción con otros encargos. Una serie de circunstancias hace que, al empezar la fachada del Nacimiento, esté sólo dedicado a la Sagrada Familia.

En ese momento se acordó de la frase de Fra Angelico, el famoso fraile pintor del quattrocento: «Quien desee pintar a Cristo sólo tiene un camino: vivir con Cristo». Y pensó que si iba a hacer la Sagrada Familia, templo de Cristo, tendría que vivir como Cristo; y comenzó, sin decir nada a nadie, a hacer un ayuno feroz.

Era febrero de 1894; la cuaresma de 1894.

Esa cuaresma hizo un santo; o al menos fue el comienzo de un santo. Hizo un “clic” en su cabeza y en su corazón. Algo cambió en su corazón y le transformó de frívolo en hombre de Dios: ¿y qué fue ese algo?: una cuaresma.

Y la cuaresma es esto: abrirse a la posibilidad de la conversión. No cansarse de sí mismo.

No os canséis de hacer el bien, dice el Papa en un mensaje de Cuaresma.

“La Cuaresma nos recuerda cada año que «el bien, como también el amor, (…) no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día» (ibíd., 11). Por tanto, pidamos a Dios la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7) para no desistir en hacer el bien, un paso tras otro.”

No nos cansemos de nosotros mismos.

No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida. Que el ayuno corporal que la Iglesia nos pide en Cuaresma fortalezca nuestro espíritu para la lucha contra el pecado.

No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación, sabiendo que Dios nunca se cansa de perdonar [3].

No nos cansemos de luchar contra la concupiscencia, esa fragilidad que nos impulsa hacia el egoísmo y a toda clase de mal, y que a lo largo de los siglos ha encontrado modos distintos para hundir al hombre en el pecado (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 166). Uno de estos modos es el riesgo de dependencia de los medios de comunicación digitales, que empobrece las relaciones humanas.

La Cuaresma es un tiempo propicio para contrarrestar estas insidias y cultivar, en cambio, una comunicación humana más integral (cf. ibíd., 43) hecha de «encuentros reales» ( ibíd., 50), cara a cara”.

Cuaresma es seguir creyendo en el proyecto que Dios tiene de mi.

Seguir creyendo en los sueños de Dios, sin cansarse de nuestros fracasos. Cuaresma es tener la puerta abierta para que Dios entre y actúe.

En la vida espiritual, perder la esperanza es morir. Y no hay motivo para cansarse. No hay motivo para desesperanzarse, a pesar de nuestras derrotas o de nuestro aparente no avanzar.

Tenemos muchos ejemplos en la historia de los santos que nos hablan de que nunca hay que tirar la toalla.

Acordaos de la gran santa del siglo de oro español: Santa Teresa de Ávila.

Santa Teresa de Jesús era monja… pero estaba muerta.

Vivió así muchos años, hasta los 39. Llevaba unos 20 años viviendo de religiosa.

Ella misma recuerda como si viviera una vida doble: por momentos, vida de oración; pero muchos momentos más, vida anodina y pérdida de tiempo con amistades sin sentido religioso. Anegada en la rutina de lo cotidiano. “Como las muchas”, dice ella. “Una de tantas” dice de sí misma en otro lugar.

A ratos, trabaja fuerte por definirse y personalizar su vida religiosa. Pero en vano. Lo cuenta en su autobiográfico Libro de la Vida (c. 8-9), escrito diez u once años después. Basta releer el comienzo del relato (c. 8, 12):

“Buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese la vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme pues tantas veces me había tornado a Sí y yo le había dejádo” .

Hasta que un día paso algo. Santa Teresa también tuvo su “clic”. Algo, que es conocido, pero que cambió en un momento algo en su interior y desde entonces todo fue distinto.

“Acaeciome que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y me arrojé cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle”.

Llevaba 20 años de monja. “Deseando vivir, pues bien sabía que no vivía”.

Teresa había tenido otros momentos que la habían animado a convertirse. Cuando comulgaba se imaginaba a la pecadora a los pies de Jesús. Leyó las confesiones de san Agustín que también le produjeron un impacto fuerte y la conversión de san Pablo. Pero “esta postrera vez de esta imagen que digo [la de la imagen del Cristo muy llagado], parece me aprovechó más, porque estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios”.

Vamos a comenzar la cuaresma así. Desconfiados de sí y poniendo toda la confianza en Dios.

Vamos a comenzar la cuaresma confiando en el mayor milagro que hace Dios, como decía un autor espiritual:

«El cristianismo es una transmutación, no de los elementos químicos, sino del hombre. Metanoia. Este es el GRAN MILAGRO de Cristo el Señor: no la transformación del agua en vino, ni la multiplicación de los panes y los peces, sino la transformación del ser», (Nicolae Steinhardt).

Muy desconfiado de mí y poniendo toda la confianza en Dios.
Desconfiar en mi experiencia y confiar en su ciencia.
Desconfiar de mi pasado y confiar en su providencia.
Desconfiar de mis previsiones y confiar en sus inspiraciones.
Tomarme en serio las inspiraciones de Dios. Dar la oportunidad a que nazcan las flores.

Tenemos la certeza en la fe de que «si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos» y de que, con el don de la perseverancia, alcanzaremos los bienes prometidos

Que la Virgen María (…) nos obtenga el don de la paciencia. Paciencia con nosotros mismos.

Enrique Bonet