Dios escribe derecho con renglones torcidos. Julia de Sagredo

Experiencias, Testimonios

Recuerdo, ya desde muy niña, mi gran afán por destacar. Crecí buscando siempre ser la mejor en lo que hacía, sacar la nota más alta, correr más rápido que los demás, asegurarme de que mis dibujos fuesen los más bonitos. Mi empeño era tal, que la frustración me abrumaba cuando me sentía superada. Esto, como era de esperar, derivó en un estado de constante miedo: miedo de caer, miedo de equivocarme, miedo de no ser perfecta. Me salió muy caro. Y durante muchos años no supe ver por qué.

Volviendo la vista atrás, comprendí que esa obsesión con la perfección escondía una gran necesidad de sentirme amada. Y es que yo creía firmemente que en mis dones residía mi valía. Estaba convencida de que mis logros me definían, y de que el cariño había que ganárselo con grandes éxitos.

Esta mentalidad se extendió a todos los ámbitos de mi vida y acabó por afectar profundamente a cómo entendía mi relación con Dios. Mi fe era débil, basada exclusivamente en el cumplimiento de las normas: si voy a misa todos los domingos, si nunca falto a catequesis, si rezo antes de dormir, si llevo una cruz al cuello, si soy “la mejor católica de la clase”… si –y solo si– hago todo bien, podré demostrarLe a Dios que merezco Su Amor.

Y así fui creciendo, atemorizada del fracaso, identificando los errores con un inevitable rechazo, torturándome por cada caída. Con la angustia de pensar que un paso en falso supondría tirar por la borda años de trabajo y de nuevo debería ganarme el reconocimiento de los demás. Y, lo peor de todo, pensando que Dios cambiaría de opinión sobre mí en cuanto me viese pecar.

Entonces, tras dieciocho años de sentir que caminaba sobre la cuerda floja, finalmente tropecé y caí. Llegué, porque así lo permitió el Señor, al peor momento de mi vida. Lo que siempre había considerado mi identidad desapareció y ya no era excelente en ningún ámbito. Fui a la universidad en una ciudad nueva, en un ambiente nuevo, y no sabía quién era. No destacaba por mi expediente, ni por mis dotes creativas ni deportivas. Mi personalidad pasaba desapercibida y experimenté la verdadera soledad. Me sentía perdida y cometí tantos errores que la vergüenza me hacía incapaz de acercarme a Dios de nuevo.

Pero Él, que sabe lo que necesitamos antes de que lo pronunciemos, preparó con cuidado nuestro reencuentro. Entre diosidencia y diosidencia, Nuestro Padre quiso quedar conmigo en Australia. Así que allí fui, al otro lado del planeta, con el corazón hecho pedazos y el alma dormida, con la esperanza de salir de aquel lugar oscuro en el que me encontraba.

Y fue allí donde Dios me demostró lo que yo nunca había sido capaz de comprender: que soy amada por Él, eternamente, al margen de mis obras. Que tenía yo razón al pensar que no me lo merecía, pero que eso a Él le da igual. Me ama gratuitamente, sin condiciones, sin letra pequeña. Me ama tanto que jamás mis errores Le convencerán de lo contrario. Y tampoco podré jamás ganar una gota más de Su Amor por medio de éxitos terrenales. Me ama a mí, individualmente, con nombre y apellidos. Y esta revelación me liberó: ¡no tenía nada que demostrar!¡Lo que siempre había buscado me estaba esperando en el Sagrario!

El crucifijo cobró para mí sentido de repente, pues de tanto verlo me había hecho inmune a Su dolor. ¡Cada gota de sangre había sido derramada para hacerme libre! No hacía falta ya torturarme por mis pecados, porque Jesús había cargado con ellos en la Cruz. No me hacía falta ser perfecta, porque Jesús no buscaba resultados, solo me pedía el corazón. Recuerdo desde aquel momento emocionarme en cada Consagración y recibir entre lágrimas la Comunión. Lo había hecho por mí; solo por mí. La capilla se volvió mi segunda casa, y sentí cómo en la oración el Señor fue reconstruyendo cada una de mis piezas rotas.

Y lo más importante de todo, dio un giro radical a mi relación con Él. Si en el centro siempre había estado yo, ahora era Dios Quien lo ocupaba. Fue gracias a un sacerdote que me paré a reflexionar: “¿realmente amas a Dios, o amas las cosas que haces por Él?”. Con estas palabras, Dios me pedía que Le devolviese Su lugar. Quité de en medio mi comodidad, mis preferencias respecto a una misa u otra y mi absurdo empeño por ganarme Su Amor. Entendí que nada puedo hacer por los demás si no dejo que Él actúe en mí antes, pues yo puedo amar solo porque Él me amó primero.

En aquel intercambio, Dios me enseñó cómo me había estado cuidando sin que yo lo viera. Me hizo entender que, durante esas noches que me acosté llorando, Él ya estaba planificando cada detalle de nuestra reunión. Usó mis miserias para derramar sobre mí Sus Gracias. Me permitió caer hasta el fondo para venir a recogerme luego.

Así, adopté por lema la frase que tantas veces había oído, y es que Dios escribe derecho con renglones torcidos.

Julia de Sagredo