Me llamo Marta. Estoy casada desde hace poco más de 3 años, lo que resulta un dato relevante dado que voy a hablaros un poco de mi vida. Y el hecho de haber estado más de 10 años soltera en un mundo en el que si eres creyente ya te has quedado para vestir santos (me casé a un mes de cumplir los 37 después de un año de noviazgo) y si no lo eres, estás perdiendo el tiempo por no disfrutar de aventurillas esporádicas, es una situación, en ocasiones, desesperante, sobre todo, porque se da por supuesto que tienes alguna “tara”. ¡Y vaya si las tengo!… Voy al testimonio.
He dado muchas vueltas a cómo empezar, pero al final, me he decidido por contar el testimonio como está siendo. A mi modo de ver, la conversión es un hecho a veces puntual y otras un proceso. Es como el amor mismo: una cosa es descubrirse enamorado y otra, la que sucede a continuación cuando el otro también te corresponde e iniciáis un camino juntos en el que se cultiva y alcanza el amor maduro.
Descubrí al Jesús y me enamoré de Él hace ya más de 20 años gracias a un “engaño” de mi madre, en el buen sentido de la palabra. Me pidió que la acompañara a unas catequesis para adultos -del Camino Neocatecumenal- en el que conocería gente y que terminaría (¡!) con una excursión (convivencia). Si me llega a decir que me iba a pasar allí los siguientes 16 años de mi vida, yendo a misa los sábados, con personas que la mayoría me sacaban más de 15 años, creo que no hubiera bajado nunca. Pero el Señor se vale de todo. Allí descubrí que había alguien que me quería de forma incondicional y en aquellas cosas donde yo misma me despreciaba. Que a ojos de Dios era preciosa. Me enseñaron a rezar y a escrutar las Escrituras. El apoyo de la comunidad siempre lo he comparado a los amigos del paralítico que le descuelgan por el tejado para que el Señor lo sane: cuando yo no podía andar, ellos eran quienes me sostenían y me acercaban a Dios con sus oraciones, su cuidado, su atención… Y al revés. No es bueno que el hombre esté sólo (Gn 2,18). Nos necesitamos los unos a los otros también en la fe.
Tanto fue lo que viví en éste que me llegué a sentir profundamente agradecida y surgió en mi corazón el deseo de consagrarme a Dios, siguiendo el ejemplo de su Hijo y sus consejos evangélicos.
Por entonces, a parte de mi comunidad, tenía un director espiritual que pasó a ser padre en el amplio sentido de la palabra. Así como en el tiempo en el que estuve en el Camino descubrí, sobre todo, la figura del Hijo, con el acompañamiento de este sacerdote diocesano descubrí a Dios Padre. No es que no supiera ya quién era (El que me ha visto a mí, ha visto a mi Padre – JN 14, 9-). Pero es cierto que lo conocía un poco de lejos y de manera distorsionada. Supongo que es inevitable que tengamos de Dios Padre una idea proyectada de nuestros propios padres biológicos y en esto, mis relaciones familiares no me ayudaban. Con lazos humanos te atraje (Os 11,4). Fue en la paternidad espiritual de este sacerdote que yo empecé a entender a Dios Padre e, incluso, mis propias heridas. El tiempo en el que estuve en la Camino, obviamente, también hubo mucho trabajo y mucho consuelo. Pero este tiempo de unos 4-5 años creo que fue decisivo en mi relación con Dios, conmigo misma y con los demás. Amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo (Mt 22, 37). Fueron unos años de mucho trabajo interior, de sanación, en cuerpo, mente y alma. Uno no se hace consciente de sus heridas hasta que no toma perspectiva. Y el Señor se valió esta vez de mi noble deseo de querer entregar mi vida a su servicio saliendo de casa de mi madre para hacerme ver quién era yo y, sobre todo, quién era Él.
Fue un tiempo de maduración personal, en todos los sentidos. Y sólo después de este proceso de maduración fue cuando el Señor debió considerar que estaba lista para conocer al que es hoy mi marido. Creo que, si me hubiera aventurado a casarme antes o hubiera continuado con la idea de la vida consagrada, hubiera sido muy infeliz porque necesitaba estar a solas conmigo misma y aprender a quererme tal cual soy del modo en el que me quiere Dios. Y esto se consigue dejándote mirar por Él y aprendiendo a mirarte con sus mismos ojos. Necesitaba también reconciliarme con mi historia y entender que la vida tiene luces y sombras y eso es lo que posibilita que veamos la realidad con toda la riqueza de sus dimensiones.
Ya casada, junto con mi marido, que es un bendito, estoy descubriendo a la Iglesia Madre. Aunque estuve muchos años en el Camino, también descubrí otras realidades de la Iglesia (Schoenstatt, Cursillos de Cristiandad, el Instituto Juan Pablo II), y con ellas la de carismas que suscita el Espíritu Santo en la Iglesia. Y se nos abren más posibilidades en los brazos de esta Madre que no para de sorprendernos con la de bondades y consuelos que tiene. No parece posible que vayamos a poder tener hijos, pero si algo nos está enseñando este tiempo es que la paternidad y la maternidad tienen muchas más dimensiones que sólo la biológica. Y que el Señor suple con creces nuestras carencias, del tipo que sean.
Quienes siempre han estado en este tiempo acompañándonos en silencio han sido la Virgen María y San José, que nos han cuidado y nos cuidan aún.
Y nada más. Aunque podría escribir una enciclopedia. Pero, como veis, aún estoy “por hacer”. Por eso me considero joven. Porque aún me queda mucho por delante, con la ayuda de Dios 😊
Marta Jara