Mi historia de encuentro con Jesús más bien ha sido una de buscarle, y en esa búsqueda terminé viniendo al otro lado del océano, a un país pequeñito del que nunca había oído hablar y con un idioma que me maravilla y desespera a partes iguales. Verdaderamente, Dios puede ser como un científico loco en ocasiones. ¿Y eso de que si quieres hacer reír a Dios tienes que contarle tus planes? Totalmente cierto.
Pero me presento: Me llamo Irene, tengo 20 años y soy la mayor de 8 hermanos (más 8 en el cielo). Mi familia y yo somos parte del Camino Neocatecumenal. Hace ya dos años fuimos llamados por el Señor a la missio ad gentes en Nikšić, Montenegro, un país de la península Balcánica. Dejamos todas nuestras cosas en Guayaquil Ecuador y partimos hacia esta pequeña ciudad en la que vivimos ya un año y medio, haciendo presente a la Iglesia en un país con un porcentaje de población católica del 3,44%. Pero suena más sencillo de lo que fue.
Yo, al momento de enterarme de la noticia de la partida, cursaba el primer año de Medicina en la Universidad de Guayaquil. Mi vida era exactamente lo que yo había pensado, luego de mucho esfuerzo, estudiaba la carrera de mis sueños. Sin embargo mi corazón era una roca, nada me llenaba, no encontraba más a Dios en ningún sitio y todas las cosas que me resultaban tan importantes: la carrera universitaria, los amigos, mis intereses, se volvieron insípidas, incapaces de llenar un vacío que tenía una única forma: la de Dios.
En este desierto, el llamado a la misión fue para mí como la visión de un oasis. «Eres libre de quedarte» me dijeron. Pero el Señor ya había dicho mi nombre. Y me embarqué en esta locura.
Hemos vivido de todo, el Señor nos ha guiado como un pastor lleva a su rebaño, a través de prados, pantanos, y océanos, en este caso. También en los días buenos y en los terribles. Nos vino a traer a este desierto, como solemos decir, porque en este país no hay ni un solo McDonald’s, y nosotros vivimos en gran parte de la providencia de Dios. Pero el Señor precisamente aquí nos esperaba y como dice un salmo que ha cobrado un gran significado en mi vida: «Me enseñarás el camino de la vida». Porque hoy frente a la precariedad, frente al futuro incierto, frente a las dificultades de un nuevo medio, un nuevo idioma, frente a la realidad de que mi vida no es como el mundo dice que debe ser… Dios lleva la trama de esta historia, y con el burdo material que soy yo, mis hermanos, mis padres, hace una obra magnífica de salvación. Es decir, que aunque perdamos el partido y seamos los peores jugadores del mercado, ¡lo estamos ganando!
Es una locura, ya te digo. Tengo 20 años, hay días en que libremente me pregunto: «¿Estoy desperdiciando mi vida, mi juventud?». Y cuando tengo que entrar en crisis, entro. Dios siempre ha sido más fuerte que la más oscura crisis. También cuando no entiendo nada y me voy dando un portazo. El Señor con una dulzura y un amor que supera cualquier cosa que yo crea saber del amor, acude y limpia mis heridas y me enseña, como se le enseña a los niños pequeños que no saben nada: a comer, a caminar, a hablar, a limpiarse los mocos, a orar, a amar.
También a descubrir a Cristo en la cruz. La cruz, que tiene forma de espada, porque luchamos. Y es madera que flota, que no se hunde en este mar en el que solos con nuestros sufrimientos y el peso de nuestros muchos pecados e incapacidades nos vamos hasta el fondo. La realidad es la que es: No, no voy aún a la universidad, ni la podemos pagar. No, no tengo muchos amigos aquí, ni ropa nueva, ni voy al cine, ni tenemos seguro médico, y muchas veces estamos hasta las cejas, hartos, de la pasta, que es como nuestro maná. Pero en mis días más felices, ¡qué feliz soy! (sin todas estas cosas) y en los tristes, nunca desconsolada. Sufrimos, pero Cristo en la cruz es un estandarte de victoria: no estoy, no estamos, destruidos. Y el Señor me enseña la carrera más importante y mejor pagada de todas: la de vivir.
Irene Garrido