El primer día ya conocí a muchísima gente, de entre los cuales se encontraba un chico con el que meses después empezaría a salir durante poco más de 1 año. Él fue instrumento, como muchas otras personas, que Dios ha puesto en mi camino para ir escribiendo esta historia de amor con Él. Con este chico aprendí lo que es querer a un hombre de verdad (tan distinto del querer a unos padres, amigos, hermanos…), lo que significaba el estar enamorada y lo que todo ello conlleva (la entrega, detalles, tiempo). Un dejar de pensar en ti y pensar en el otro, en un nosotros. Pero por dentro sentía que no podía entregarme del todo a este chico y, aunque lo quisiera, no podía demostrárselo como el resto de mis amigas hacían con sus novios, hasta el punto de que me decían que parecíamos amigos y no novios. No era porque no lo quisiera. Pero tampoco sabía darles una explicación. Con el tiempo entendí que era porque Dios me estaba reservando para Él, conservándome lo más pura posible, solo para Él.
Me encontraba en un momento en el que todo me iba bien y parecía que todo lo tenía, según la sociedad. Estaba estudiando en Pamplona, en la universidad de mis sueños. Tenía una familia y unos amigos que eran un regalo. Se suponía que una buena relación con Dios (porque cumplía con todo lo que se me había dicho que era bueno hacer: misa y rosario diarios, ángelus, la oración, la oración de la mañana y de la noche…) Y además estaba saliendo con el chico que me gustaba. Pero, en la dirección espiritual, compartía con el sacerdote que no me sentía plena. Parecía que lo tenía todo, pero me daba la sensación de que estaba vacía, que algo me faltaba, y no sabía qué era. No entendía el porqué de esa sensación extraña que me quitaba la paz.
Este chico era para mí un chico 10, compartíamos la misma fe, y tenía todo lo que siempre había buscado en un hombre. Era un regalo caído del cielo, pero a la vez algo dentro de mí me decía que quizás él no era el hombre para toda mi vida. Entonces empecé a rezarle a la Virgen del campus (a la Madre del Amor Hermoso) para que, si este chico no era el definitivo, que me lo quitara del camino porque yo no iba a ser capaz de hacerlo. Y así lo hizo. En 2º de carrera me dejó. Primero me dolió mi orgullo por haber sido él quien me dejara y no yo. Además me culpaba a mí misma pensando qué podía haber hecho mal o dejado de hacer para que él se hubiera desenamorado de mí. Así estuve un tiempo, hasta que mi madre me dijo: “Carlota, ¡basta ya! Ni se te ocurra culparte por lo que ha pasado. Si te ha dejado es porque no era el chico definitivo”. Fue entonces cuando recordé las veces que yo le había pedido a mi Madre que me lo quitara del camino si no era él.
Después empecé a quedar con otro chico, pero esa inquietud de una posible vocación no dejaba de “perseguirme”. Me sentía fuera de lugar en todas partes, incluso haciendo planes con buenos amigos. Sentía que no me hallaba, que no encontraba mi lugar, que no encajaba en ninguna parte. Y eso me asfixiaba y no me dejaba dormir. Estuve así muchos meses de 3º de carrera, y empecé a desesperarme. Hablando un día con la numeraria que me acompañaba, me propuso rezar para ver si mi vocación podía ser a supernumeraria. Una vocación dentro de la vocación al matrimonio. Me pareció acertado, y así que empecé a rezarlo y a formarme. Pero lo rezaba y veía que no tenía ningún sentido para mí, no me atraía nada, no era lo que anhelaba, por lo tanto no podía ser para mí. Pero me aferré a ello y seguí rezándolo. Tiempo después me preguntó si había visto algo, y le dije la verdad, que no lo veía. “Antes que hacerme supernumeraria me hago monja”. Al exteriorizarlo, me dí cuenta de dos cosas. La primera, de lo que mi corazón realmente anhelaba. Y la segunda, de que prefería ser monja antes que casarme (aunque me encantaran los niños y los hombres). Por esas fechas había dejado de quedar con el otro chico, así que empecé a rezarlo y a pedir discernimiento para ver el lugar al que me llamaba.
Yo no conocía bien a ningunas monjas y tampoco cómo se discernía una vocación así, ni cuáles eran los pasos a seguir. No sabía NADA. Ni dónde me llamaba, ni cuándo, ni cómo iba a decírmelo, ni por qué a ser monja. Todos estos interrogantes me angustiaban más aún. Hasta que un buen amigo me propuso pasar un fin de semana con monjas para descartar esa vocación y también conocer algún convento. Además me propuso el ir con otra chica que él conocía y que quería ir un fin de semana con monjas para rezar, y así ninguna iba sola. Me pareció estupendo, y me fui a la capilla a buscar por internet posibles conventos a los que ir. Las primeras a las que busqué fueron a las sisters, las hermanas de Santa Madre Teresa de Calcuta. Estaban en Barcelona, mi ciudad natal. Enseguida pensé que allí no podía ir porque me encontraría con mis padres, familiares o amigos por la calle o en los comedores y me pillarían. Y en Madrid iba a suceder lo mismo. Además busqué para irme a Inglaterra con ellas en verano o a otro lugar, pero era difícil de contactar con ellas y los planes que organizaba terminaban sin salir. Así que quise buscar otro convento y me vino a la cabeza Iesu Communio. No las conocía, pero a mi amigo le había hablado muy bien otro amigo de esta congregación. Sorprendentemente me acordé del nombre y lo busqué en la web, escribiendo incultamente: Jesu Communio. A pesar de escribirlo mal, me salió a la primera, y el número de contacto muy accesible. Estuve mirando fotos y vídeos para conocerlas un poco más y no me desagradaron, así que decidí llamarlas. Es bonito ver que cuando Dios no quiere algo no sale. Era yo quien se estaba empeñando en ir con las sisters, y no Él. Otra vez vi que mis planes no tenían que ver con los Suyos y que, en el fondo, ese cheque en blanco que se suponía que había extendido, estaban escritas ya unas condiciones que Él sólo tenía que firmar.
La chica con la que iba a ir, al final me dijo que mejor fuera yo sola, que ella iba a buscar un sitio más cerca de su casa porque Burgos le quedaba muy lejos. Así que me quedé sola. ¿Cómo me iba a ir yo sola con unas monjas a las que no conocía de nada? Pero ya había llamado, ya había dicho el motivo por el que iba (que me había costado mucho). Lo difícil ya estaba hecho, ahora solo tenía que seguir caminando, dar el siguiente paso, que era ir a La Aguilera (Burgos). Y así hice, me subí a dos autobuses para llegar a un convento, con 200 monjas a las que no conocía de nada pero que me esperaban con los brazos abiertos. Tan abiertos que empezaron a darme abrazos y yo a devolvérselos, como si fueran mis amigas, eran abrazos sentidos. No me sentí extraña ni fuera de lugar en ningún momento. No sabía cómo tratarlas por mi falta de práctica, pero el lugar y sus caras se me hacían muy familiares.
Continuamos con el testimonio de Carlota mañana a la misma hora.