Una buena amiga (¡hola Mariazell!) me ha pedido que cuente mi testimonio vocacional y, vaya, no recordaba lo complicado que es empezar a hablar de uno, de sus cosas más íntimas y tal… hasta que me he dado cuenta que no tengo que hablar de mí, sino de lo que Él ha hecho en mí.
Y eso lo cambia todo, ¿verdad? Porque fijando los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, todo adquiere un sentido nuevo, todo tiene una luz distinta al neón del mundo, todo se contempla bajo la serena e irresistible luz de la misericordia.
Me llamo Eduardo, soy sacerdote desde hace (casi) once años y sólo puedo dar testimonio de la infinita misericordia que Dios ha tenido conmigo, creándome y haciéndome cristiano, pero sobre todo, regalándome la vocación sacerdotal, que es lo más bonito del mundo.
Misericordia es saberse amado, comprendido, sostenido, perdonado… en definitiva, estar
agradecido. Porque es mucho lo que he recibido, y porque no tiene punto de comparación con lo que yo he dado.
Cuando era niño, al poco de hacer la comunión, un monaguillo de mi parroquia me pidió que fuera también monaguillo; era el día del Sagrado Corazón, y yo estaba en la Iglesia, bicheando como un crío, después de la procesión. Ahí empezó la historia de un amor inmerecido: ante esa imagen del Corazón de Jesús, fuerte y amable, nada edulcorado, abriendo los brazos acogedores, se fue creando un lazo, una confianza y una amistad. Recuerdo cómo las canciones me regalaban la letra de mi oración, porque mirando a los ojos de aquella imagen, todo tenía nuevo sentido. La misericordia tiene mucho que ver con saber mirar a los ojos como Jesús, porque sólo el Señor nos mira con la dulzura del buen pastor, cuyas heridas son nuestra medicina.
Pero no fue ahí mi llamada; de hecho, no recuerdo cuándo sentí por primera vez el deseo de ser sacerdote. Quizá fuera cuando jugaba con mis amigos a decir misa, a casarlos (y a casarme, lo del celibato no lo sabía aún) O cuando, con apenas dos años, me escabullí de casa y me fui a la parroquia, que estaba a la vuelta de la esquina. O quizá fuera antes, antes incluso de nacer, cuando mi madre fue a ver a san Juan Pablo II a la plaza de Lima, en Madrid. No lo sé, sólo sé que en su misericordia, el no dejaba de mostrarme como lo más hermoso, el ideal más grande y la vida más plena ser sacerdote.
Sí que recuerdo resistirme, y mucho. Durante muchos años, no dejé de poner excusas, de
posponer la decisión de ir al seminario: con once años, hice el cursillo de ingreso en el
seminario y, por la morriña y los macarras que nos juntamos, decidí aplazarlo. Luego, en
verano, con los otros seminaristas de mi pueblo, todo era curiosidad por la vida del seminario, pero no era capaz de decidirme. También recuerdo los ratos en la capilla de la Purísima, después de comulgar, preguntándole a la Virgen qué debía hacer con mi vida, si cura u otra cosa… ¡qué paciencia de Madre! En la misa, a la que ayudaba ya sin revestir y quedándome un poco disimulado –era más grande que el cura- recibía la luz… pero me faltaban las fuerzas. La misericordia se ejerce con los débiles, y yo era incapaz de apostarlo todo a una carta.
Llegó el año de terminar bachillerato, y en mayo, Dios lo empezó todo a disponer: la asignatura de Historia de España, que llevaba con nota regulera, me quedó para septiembre; el profesor fue implacable conmigo: no me debía presentar a selectividad hasta septiembre. En ese tiempo, se celebró la Vigilia de Espigas en el santuario de la Patrona de mi pueblo, y durante la adoración, sólo tuve un pensamiento recurrente: fíate, dejáte llevar en mis brazos… A mí me parecía que tenía que saltar un abismo inmenso, que estaba al borde de un precipicio, y no sabía cómo salir de ahí: la universidad, el seminario, una carrera de humanidades, la escuela de artes y oficios… ¡todo eran dudas y miedos, todo era desconfiar! Aún tenía que aprender a dejarme amar.
Entonces entró en acción el vicario de mi parroquia, con quien yo me confesaba muchas veces; con cierta argucia, me consiguió una cita en el seminario. Acababa de llegar yo del instituto, de las últimas clases que aprovechábamos para preparar los exámenes de selectividad, y sonó el teléfono (de los fijos, de los colgados en la pared con rueda para marcar) y era él:
– Edu, ¿tienes planes para esta tarde?
– No; bueno, sí, estudiar, pero nada más…
– ¿Te vienes a Ciudad Real, que tengo que…
– ¡Vale! ¿A qué hora me voy por la parroquia?
No, no me apetecía nada estudiar, y me fui a ciegas, a pasar la tarde con mi cura y sus recados en la capital. A mitad de camino, inocente de mí, le pregunto:
– ¿Y a qué vas a Ciudad Real? ¿Tengo que ayudarte con algo?
– Te he concertado una cita con el Rector; nos espera cuando lleguemos.
Misericordia es que te den un empujón, te abran la puerta y te digan: cada oportunidad que pierdes, es tiempo que estás desaprovechando para ser feliz. Deja de mirar si vales o no, y lánzate por el camino del corazón, porque hay unos brazos dispuestos a recogerte. Misericordia es que te formen durante años, soportando tus manías e inmadureces; misericordia es que el Señor te haga zagalico de su rebaño, del que Él solo –¡bendito sea!- es buen pastor.
Han pasado ya unos cuantos años, pero aún sigo siendo un desastre “misericordiado”: cuánto dejo de hacer, cuánto dejo de amar… y aún así, ¡cuánto soy amado! No estoy solo, eso lo sé; y aunque a veces todo parece oscurecerse, hay una luz viva que disipa todas las tinieblas; es un Corazón inmenso, en el que cabemos todos, porque está rasgado, y que alumbra y nos enciende, porque arde de amor; y que sufre, sí, sufre, porque hoy hay muchos que se resisten a decir que sí, con todas las consecuencias, por miedo al amor.
Si sólo pudiera predicar una vez más en mi vida, si sólo pudiera decir una palabra, esa sería Jesucristo, que es todo amor, y que basta dejarse mirar una vez por Él, para ver cómo todo se ilumina con la vida que brota de su costado. Todo es misericordia, porque nada somos sin amor.
Gracias por leer mi testimonio: ¡pedid por mí, para que sea santo! Os encomiendo a todos en mi oración.
Eduardo Guzmán