Soy Javier Salcedo, tengo 26 años, me ordenaron diácono hace apenas dos meses y quiero ser sacerdote. Al decir esto, la gente suele dar por supuesto que uno nace con el deseo de querer entregarse a Dios. Otros, quizá menos benevolentes con la Iglesia, piensan “qué mala experiencia habrá tenido éste que quiere hacer tal locura”, como si ser sacerdote fuese algún tipo de suicidio social o algo parecido. Yo no nací queriendo ser cura, ni se me ocurrió serlo por algún trauma social (si es que eso fuera posible), aquí mi historia:
Soy de Ecuador, de una ciudad en la costa llamada Guayaquil (muy bonita por cierto), crecí en un ambiente familiar muy alegre y unido. Mis padres nos educaron a mis hermanos y a mí en la fe, algo “light” ciertamente, pero siempre con miras a Dios. Tuve una adolescencia como la de cualquiera, con las típicas rebeldías, enamoramientos y diversiones. En esa época, muy propia de rechazarlo todo, cuestioné muchas veces a la Iglesia, y la idea de la existencia de Dios no me convencía por completo. Eso, hasta que Jesús entró en mi vida por medio de un grupo de jóvenes: el Movimiento de Vida Cristiana. Recuerdo que sus planteamientos existenciales, la búsqueda auténtica de sentido y la figura de Cristo tan cercana fue calando en mí poco a poco. Cuando me invitaron a salir de misiones con ellos mi convencimiento fue completo; pude palparlo: ¡solo Jesús puede colmar de felicidad y sentido la existencia de las personas concretas! Ya no había duda. Yo tendría 17 años, sin embargo, no se me pasaba por la cabeza ser sacerdote, ¡eso jamás!
Yo quería estudiar diseño gráfico y comunicación audiovisual. Por eso entré en la Universidad y la verdad es que me estaba yendo todo bastante bien. Mis grandes objetivos en la vida eran sencillamente enamorarme perdidamente de una chica que quisiera mucho a Dios y ser padre de familia. Sin embargo tuve la “mala suerte” de recibir una invitación que no podía rechazar: mi tía Venus, que vivía por ese entonces en España, nos pidió a mi hermana y a mí a pasar un mes de vacaciones con ella en Cádiz. Esto era agosto del 2011. Mi tía era una persona genial, que amaba a Dios con una naturalidad que pasmaba. Dedicó toda su vida y profesión al cuidado de enfermos y de gente que necesitaba consuelo; al puro estilo de Jesús. Pues bien, ella organizó las cosas para que fuésemos también a la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Esto lo cambiaría todo.
Fue una experiencia brutal: conocer gente de todo el mundo, todos católicos, chicos y chicas normales, cantando, saltando con la felicidad del que se sabe hijo de Dios. Yo lo pasé en grande con los amigos que hice allí. Recuerdo con especial alegría a uno, un seminarista que ahora es sacerdote: Juan José Galvín. Él fue quien me “arruinó” la JMJ y te voy a explicar por qué. Un día cualquiera de la Jornada, estaba yo bailando con un grupo de gente cuando, de repente, vemos llegar al seminarista. Lo invitamos a unirse a la fiesta pero él nos respondió que estaba cansado, así que se sentó en plan vigilante. Yo me acerqué a él para insistirle y decirle que no sea tan aburrido, pero me dijo que prefería conversar un poco. Charlamos, nos reímos de los que hacían tonterías en la fiesta, comentábamos cosas graciosas, hasta que, en medio de risas, él se puso serio y me lanzó una pregunta a quemarropa: “Javier… ¿cuándo entrarás al seminario?”. Evidentemente yo quedé helado, pero me reí porque juraba que era una broma. Nunca habíamos hablado de la vocación ni nada parecido, así que le respondí medio en burla: “Entraré cuando Dios me lo pida”. Él escuchó esta respuesta y me dijo: “¿Y si lo está haciendo ahora?”. Eso fue todo. No puedo explicarlo, pero sus palabras se clavaron en mí y no pude responder. Quedé sobrecogido e, incluso, me salieron algunas lágrimas sólo de pensar en Jesús pidiéndome seguirle.
Todo lo que pasó después en la JMJ estuvo marcado por ese momento. Todo me hablaba de vocación. No había oración, frase o pensamiento que no me remitiera al sacerdocio. Miraba la hermosura de la Iglesia y tenía la seguridad de que Jesús quería que lo acompañara a cuidar de ella. Con este pensamiento clavado en el corazón acudí a mi tía. Ella me escuchó y me dijo: “Javier, no tengas miedo. Si el Señor te llama, lánzate del avión sin paracaídas. Reza mucho y si te pide ser sacerdote, no se lo niegues”. Gran consejo ¿verdad?
Sobra decir que regresé a Ecuador confundido y un poco agobiado. No se lo dije a mis padres ni a mis amigos, y cuando se lo comenté a un amigo religioso, no supo ayudarme: “Claro, un chico que nunca se había planteado entregarse a Dios, ahora resulta que quiere ser cura”. Me dijo que fuera paciente, que esperara y terminara mis estudios. Lo intenté. El problema es que me sentía muy descolocado en la Universidad y percibía con mucha intensidad que estaba perdiendo el tiempo. Traté muchas veces de enfocarme en otras cosas, pero nada funcionaba. En la oscuridad de la noche o rezando, cuando toda distracción se alejaba, volvía el pensamiento de Jesús pidiéndome entrar al seminario.
Esto fue así hasta que, por “azares de la vida”, conocí a un seminarista de mi ciudad, ahora sacerdote, Luis Palacios. Nada más contarle mi historia y mis inquietudes, él lo entendió todo. Me invitó a conocer el seminario y me presentó a un director espiritual, con el cual pude discernir más seriamente mi vocación. Y así fue como un 31 de marzo de 2012, decidí entrar al seminario mayor de la Arquidiócesis de Guayaquil.
Todo esto se dio con no pocas dificultades. A pesar de que percibía la llamada de Jesús con mucha fuerza, me daba miedo abandonar mis seguridades, mis amigos y la carrera que tanto quería. Mi familia se disgustó mucho con mi decisión, pues siempre habíamos estado muy unidos y el alejamiento costó. Además yo era el más cercano a mi hermano menor, Daniel, que es autista y por ello necesita de un modo especial a toda su familia. Fue todo un reto, sin embargo hoy, después de 7 años, uno ve cómo el Señor Jesús sabe ordenarlo todo excelentemente.
Ahora mi familia está más cerca de Dios, ya soy diácono y vivo en Pamplona, en el Seminario Internacional Bidasoa. Estoy terminando los estudios teológicos en la Universidad de Navarra a petición de mi Arzobispo de Guayaquil. A pesar de estar tan lejos de mi país y de los míos, nada me evita una gran sonrisa. Y es que Jesús sabe cómo hacerte feliz. Al recordar esta historia solo puedo dar gracias y decir con alegría que Él me ha conquistado, y solo por Él quiero ser sacerdote.
Y tú, ¿te atreves a lanzarte del avión sin paracaídas?