Mi nombre es Belén Manrique, tengo 31 años y soy misionera en Etiopía. Pero en realidad soy de Madrid, y antes de dejarlo todo por la misión hace ya cuatro años, trabajaba como periodista. ¿Que cómo es posible que haya terminado en Etiopía? Muy fácil, aprendiendo a descifrar el plan de vida que Dios tenía preparado para mí. Porque a pesar de ser católica practicante, del Camino Neocatecumenal incluso, al principio yo buscaba la felicidad en tener un novio maravilloso y mucha vida social. Tenía mi plan de casarme y formar una familia cristiana, y en ningún momento se me ocurría consultar a Dios para saber si Él estaba de acuerdo. Fue gracias a que viviendo de esta manera no me estaba yendo muy bien, cuando, desesperada, tuve que acudir al único que podía sacarme de aquella situación y darme la verdadera felicidad.
Acababa de terminar la carrera de Periodismo, me había ido a California unos meses para practicar inglés, allí había vivido una fuerte desilusión amorosa, al mismo tiempo perdí el trabajo con el que estaba manteniendo, también la casa, a mis amigos, no tenía nada de dinero… El Señor tuvo que quitar todas las seguridades en las que yo me había apoyado hasta ese momento, para que comenzase a fijarme en Él. Empecé a rezar todos los días como nunca lo había hecho antes, pidiendo por todo lo que necesitaba y, en dos semanas, Dios me lo concedió todo milagrosamente. También comencé a desear poder conocerle cara a cara. Un día iba en el autobús y me encontré con las monjas Misioneras de la Caridad con las que iba a rezar todos los días. Hablando con ellas, me preguntaron: “¿Cuándo vas a entrar con nosotras?”. Yo respondí: “¿Yo? ¡Jamás!. Quiero casarme y tener hijos”. Entonces una de ellas me dijo una frase que cambió mi vida para siempre: “Pregúntale a Jesús qué quiere de ti”. Esto me dejó muy impactada, porque como os digo, nunca se me había ocurrido que Dios pudiera tener un plan para mí distinto del mío. Así que me lo tomé muy en serio y, dos días después, miércoles de Ceniza, rezando por la noche en mi casa, tuve un encuentro muy fuerte con Jesucristo, que se presentó vivo en aquella habitación y me mostró cuánto me amaba.
Ya nunca volví a ser la misma. A partir de ese momento, comencé un camino de búsqueda de mi vocación que duró tres largos años. Al principio tenía mucho miedo, pensaba que Dios venía a quitarme mi libertad, pero poco a poco fui descubriendo que es al contrario, que entregando nuestra vida al Señor por completo es cuándo mayor libertad y felicidad experimentamos.
Finalmente, en el verano del 2014, hice una experiencia de voluntariado en una misión que la Iglesia católica tiene en la región somalí de Etiopía. La cultura somalí es todavía muy primitiva. Cuando las niñas cuentan con tan solo tres años, sus madres les practican la ablación genital. Porque, piensan ellos, la mujer no tiene derecho a experimentar el placer en el acto sexual. A los trece años, sus familias las casan con un hombre mucho mayor que ellas y que con frecuencia tiene otras mujeres. Y comienzan a tener un hijo tras otro, sin entender muy bien el por qué de todo lo que les ocurre.
Al conocer esta realidad, ver que todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay personas que viven como animales, me di cuenta de lo afortunada que había sido al haber crecido en un país de tradición cristiana, en el seno de una familia dónde se me había transmitido la fe en un Dios que es amor, y que por su infinito amor hacia nosotros, envió a su Hijo al mundo para que nosotros también podamos amar eternamente. ¡Cuántas personas en todo el mundo viven sin conocer el sentido de su existencia, sin saberse amadas! Y yo, que había recibido este tesoro gratis, ¿gratis no lo iba a dar? Entre los somalís musulmanes entendí que, como bautizada, la Iglesia me necesitaba para llevar este Amor hasta “los confines de la Tierra”. El Señor me dio la gracia de dejar mi vida en Madrid con una fuerza y alegría que nunca antes había experimentado.
Han pasado ya más de cuatro años desde aquel momento y puedo decir que no he dudado ni un solo segundo de aquella decisión. Durante este tiempo el Señor me está regalando una vida nueva en la que ya no conozco la tristeza ni el sinsentido. Entregando mi vida al servicio de Dios y del prójimo, ha sido como la he ganado. Cuántas maravillas me está concediendo ver el Señor en tan poco tiempo. La más grande, ser testigo de cómo, a través de nosotros los misioneros, la Luz de Cristo ilumina de verdad la vida de tantas personas que viven en la más absoluta oscuridad.