Cuando realmente descubres la felicidad, y que dentro de ti hay un AMOR que te colma, que te llena, todo cambia…
Crecí en una familia numerosa, siendo del grupo de los hermanos pequeños, con una
imaginación volcánica y mucha decisión para todas mis cosas. Entre mis proyectos
inmediatos estaban mis estudios, y sobre todo mis sueños de viajar, a poder ser, por
todo el mundo. Nunca fui especialmente piadosa, pero tampoco me consideraba
frívola, me gustaba cultivar la amistad entre mis amigos, que eran bastante
numerosos, estaba siempre dispuesta a ayudarles en cualquier cosa que pudiesen
necesitar de mí, y no me hacían falta demasiadas cosas para pasármelo bien en casi
todas las circunstancias, sabía reírme hasta de mi sombra y solía sacar la punta
divertida a lo que pasase a mi alrededor.
Hasta que fui descubriendo, con cierto dolor, que a mi vida le faltaba algo indefinido,
que vivir tenía que ser algo más profundo que pasarlo lo mejor posible y que sin duda
había cosas que yo no había descubierto que debían ser la clave de una felicidad
profunda y no bobalicona, esto lo presentía viendo y mirando a mi alrededor, sobre
todo a mi madre, una mujer totalmente entregada a su familia, abnegada para todo y
profundamente feliz, realizada más allá del acontecer diario con sus vivencias más o
menos fastidiosas o reconfortantes. Y empezó mi cambio de carácter, quizás fruto de
una búsqueda más o menos inconsciente, hacia la propia intimidad.
Después de algún
tiempo infructuoso me fue regalado el don más grande de mi vida, pues descubrí
realmente, aunque aún después de los años no sabría decir cómo o por qué, el amor de Dios dentro de mí, que me envolvía, me llenaba y me daba un plenitud nunca vislumbrada, ni siquiera soñada por mí. Y supe que mi vida había dado un giro de 180 grados, porque ya no me sería posible cambiar la dirección: era un deseo imperioso
grabado a fuego en lo más profundo de mi ser, me sentía fascinada en mi interior y si
Dios me amaba así a mí, yo quería corresponderle y vivir para El, quería vivir en un
claustro para siempre buscándole en profundidad día a día en silencio y soledad…
Tenía 16 años.
Tuve que esperar algún tiempo, no demasiado, para realizar mi ideal, venciendo las
resistencias familiares que se alzaron a mí alrededor, pero yo tenía prisa por dar forma
y vida a la intimidad que se me había ofrecido y con 17 años entré en un monasterio
cisterciense. Cada mañana, podría decir con la Escritura, “el Señor me espabila el oído”
para que con las palabras del Salmo” busque su Rostro” y la oración se haga suplica,
petición, pero también alabanza y adoración, día a día…
Nunca lo he negado: hubo dificultades, a veces profundas y dolorosas, pero tampoco
puedo ignorar que la mano del Señor me guiaba y fortalecía para seguir adelante, para
buscarle en lo pequeño y sencillo y ¿cómo no? en el diario acontecer. Con los años la
sensibilidad puede cambiar, el pequeño punto de mira actual y la forma de encarar la
realidad también, pero el deseo no, la meta tampoco y la aspiración profunda de
tender hacia El es lo que alimenta mi diario vivir, alguien tal vez se podría preguntar,
pero… el miedo a las cañadas oscuras (Sal. 22)? ¿no existe eN realidad? Sí pero su mano
sosiega, su Copa alimenta y da fuerzas cada día, mientras dure mi ser conducida a la
casa del Señor, por años sin término.
Una monja cisterciense
Las hermanas ofrecen vivir una experiencia con ellas y poder conocer su vida y espiritualidad a todas las chicas que lo deseen y sientan alguna inquietud. Están en el monasterio cisterciense de Calatrava, muy cerquita de Madrid, en la sierra, y se puede llegar fácilmente en autobús desde el intercambiado de Moncloa.
Las señas son: