Cuando pienso en cómo comenzar mi testimonio como seminarista, siempre pienso en la frase que se convirtió en mi lema de vida y que me trajo hace ya 3 años al Seminario: “si tú me has dado la vida, ¿quién soy yo para negártela?”. Se acuñó después de una experiencia fuerte, una enfermedad que me mostró lo gratuito que es la vida y el inmenso valor que tiene, demasiado para gastarla en cualquier camino.
Tengo claro que elegí esta vida porque era Dios el que estaba detrás animándome a dar el paso. Si yo tenía ganas, Él no podía aguantárselas y me enviaba signos a cada paso (el más claro, la JMJ de Madrid 2011. Le debo muchísimo a esa vigilia en Cuatro Vientos). Vivía de ellos, aunque a veces no era capaz de descubrirlos y hacían falta otras personas que fueran haciéndome caer en la cuenta. Mi vocación iba a ser para servir a la Iglesia, y desde el primer momento fue la Iglesia la que estuvo ahí para acompañarme y ayudarme a elegir.
Pero también tengo claro que elegí prepararme para ser sacerdote porque el proyecto me deslumbró y me apasionó: colaborar en el mayor plan que se haya trazado jamás sobre el mundo: la salvación de cada persona. Pensar que algún día mi vida se sumaría a la de millones que se han entregado hasta el extremo para estar más cerca de esto me parecía a la vez demasiado grande y demasiado necesario.
Y como la vida se decide en los pasos que das, nada más terminar mis exámenes de selectividad (el mismo día, de hecho), tuve una entrevista con el rector del Seminario Diocesano de Plasencia. No era la primera, pero sí la decisiva, el final de varios meses de conversaciones con sacerdotes y algún seminarista; y el comienzo de lo que arrancaría en septiembre: vivir lo que hasta entonces solo había imaginado y deseado. Ser seminarista, futuro sacerdote, comenzar a ser signo de que lo mejor siempre está por llegar para el mundo, de la esperanza.
Tres años después se tienen mejores vistas. Los momentos buenos conservan su inconfundible sabor y los malos han ido ganando sentido con la perspectiva. Se notan los escalones que te van soportando después de subirlos: la filosofía, los idiomas, el crecimiento humano y espiritual, las personas que han estado al lado, los amigos, el contacto diario con Dios… Vivir en su casa, dedicarle la primera hora del día, conocerle mejor en clase, llevarle a todos en la pastoral… Todo es gracia, todo es regalo, todo forma parte de lo que Dios tiene reservado para los que eligen dedicarle su vida de esta forma. Actualmente curso el tercer año de Estudios Eclesiásticos, el primero de Teología, y las asignaturas me van mostrando a Dios principalmente a través de lo que Él mismo nos ha revelado en la Sagrada Escritura. Pero lo académico es solo una parte del Seminario: además está el crecimiento espiritual, la vida comunitaria y las actividades pastorales, que en mi caso son un grupo de catequesis de Confirmación con chicos de 15 años, un grupo de JEC y un pequeño grupo de sordos con el que a la vez que aprendo la Lengua de Signos voy haciéndoles accesible a la misa del domingo. Además de formar parte de algún otro proyecto, como iMisión. Demasiado para haberlo imaginado hace tan solo tres años, lo que demuestra que es Dios quien hace los cálculos y quien da a cada uno lo que espera de él, como los talentos, que solo se multiplican si sabes responder con valentía a lo que Dios te pide.