Hoy en día vivimos en la era tecnológica, poseemos millones de opciones para poder comunicarnos, las distancias han dejado de significar lo que antaño, ahora da lo mismo donde estemos podemos hablar, bromear y compartir nuestra vida con cualquier persona viva donde viva.  Sin embargo, no deja de ser curioso que a pesar de tantas posibilidades, de tantas personas con las que compartimos nuestros momentos, el ser humano se siente más solo que nunca.

No cesamos de ver jóvenes que luchan por encontrar un trocito de felicidad,  algo de paz, dejar de sentirse huecos por dentro y que, desgraciadamente, no logran encontrar.  Somos una sociedad que no hace más que buscar grandes cosas, grandes promesas, grandes alegrías, olvidando que la verdadera felicidad está mucho más cerca que todo eso. En este tema quizás, el mejor maestro no sea otro que el padre de nuestro Señor, San José.

Si buscamos en toda la biblia acerca de este hombre veremos que sólo hay una frase, “era un hombre justo” y ciertamente no es necesario decir mucho más para saber quién era realmente San José. Si lo pensamos detenidamente, no es muy complicado hacernos una imagen de él, un hombre joven, cariñoso con todos, honrado, gran trabajador, no busca soluciones fáciles, acepta las cosas como vienen… Es fácil verlo en su taller, trabajando cada detalle, poniendo su atención en las pequeñas cosas no sólo de su trabajo, sino de quienes le rodeaban, ya que, era un hombre justo, un hombre que tenía a Dios en su corazón.  Seguramente hablaba con el Señor cada día, y tras que se le concediera cuidar de su hijo, vivió de un modo más humano si cabe este trato, cuidando de Jesús, enseñándole a trabajar su oficio, educándole en las tradiciones, mostrándole a partir el pan, a caminar, a hablar, a todas esas cosas que cada padre hace con su hijo, compartiendo esas pequeñas cosas que forman la vida, descubriendo la felicidad.

Puedo ver a San José sonriendo cada noche, mientras hablaba con Dios, contándole cada problema pero sobretodo cada alegría que había compartido con su familia, con sus vecinos y sus amigos. Viviendo una vida sencilla, trabajando por lo justo, nunca cobrando más de lo que vale su trabajo, pero sí,  incluso cobrando menos según quien lo necesitara, confiando en lo que Dios le pedía, aceptándole muy dentro de él, tratándole y conociéndole cada día en esos pequeños detalles del día a día que conforman esa auténtica felicidad que todos deseamos.

Encomendémonos   a este santo, para encontrar esa felicidad que poseía, para que nos ayude a ser lo que él era, un hombre de Dios, un hombre justo.