Sacar a Jesucristo de la ecuación moral

Cambiar el mundo, David Cerdá, Reflexiones

David Cerdá García

Por David Cerdá García

Imperios de crueldad, la última obra hasta la fecha de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, es un libro asombroso. Desde el rigor y la calidad literaria —una erudición sin erudición, accesible a todos: la caritas con el lector de los mejores investigadores—, desmonta un sinfín de mitos sobre la centralidad de Grecia y Roma en cuanto a los avances morales que hoy disfrutamos. Occidente es Atenas, Jerusalén y Roma: como los mejores historiadores, el autor pone ante nosotros un inmenso espejo para que descubramos de qué madera estamos hecho, un paso previo e imprescindible a seguir con el resto de nuestras vidas con mayores opciones de conseguir que sean buenas.

Imperios de crueldad no desprecia en modo alguno las enormes aportaciones que la antigüedad clásica ha hecho a nuestro mundo. Dedica, incluso, sus últimas palabras a reivindicar nuestros cimientos grecorromanos, cuya desaparición de nuestro sistemas educativos ya está teniendo perniciosos corolarios. Sencillamente desmonta el mito de que la Atenas de Pericles o la Roma de Augusto fuesen pacíficos dechados de civilidad y democracia, y nos recuerda sus imperiales hechuras y sus innumerables crueldades. Es muchísimo lo que debemos a Pericles, Augusto y compañía en el campo de la legislación y la convivencia; pero las sociedades que construyeron fueron despiadadamente brutales con los «bárbaros», es decir, con los extranjeros, los vencidos y en general con quienes no pertenecieron a sus núcleos poblacionales autóctonos. Fueron, en definitiva, formas de universalismo netamente inmorales.

No hay duda de que el Renacimiento fue un periodo estéticamente extraordinario, una explosión de belleza que reivindicó modelos clásicos de una hermosura apabullante y objetiva. Esta humanitas reivindicada fue también fuente de progreso moral en los Erasmo, Vives y compañía. No obstante, fue también este periodo el principio de un mito de perfección clásica luego reproducido por ilustrados y revolucionarios que recuperó esa crueldad primigenia. El adanismo revolucionario —la impugnación, en parte necesaria y en parte salvaje, del Antiguo Régimen— dio por resultado una amoralidad que reflejó punto por punto el universo religioso de griegos y romanos, un espectáculo de fuerzas en el que la compasión apenas se dio, con las consabidas consecuencias.

He dicho en otro lugar que sin el sermón de la montaña no sabríamos qué es la dignidad. Tal vez sea esta la obra definitiva, en cuanto a su profusión de historias y datos, para argumentar sólidamente esa tesis. Han sido las grandes figuras religiosas —señaladamente Jesucristo, en otros ámbitos Buda, etcétera— las que han aportado a la fibra moral del mundo la consideración del prójimo y han abierto los ojos humanos a la existencia de una koiné, una comunidad universal que hace de cada ser humano un hermano. Claro que los cínicos contribuyeron a ello, acuñando la expresión kosmou polités que remite a los cosmopolitas o ciudadanos del mundo. También los estoicos forjaron la idea de un alma universal, y Sócrates, a quien cabe reputar como padre espiritual de unos y otros, debe con justicia ser incluido en la nómina de los grandes innovadores morales que la humanidad ha producido. Pero sin trascendencia es difícil llegar a creer que el extranjero es un igual y que la dignidad es común a cada persona que existe.

Los dos grandes pilares de la ética —la respuesta universal y objetiva a la pregunta ¿cómo es la vida buena? — son la libertad y la igualdad de oportunidades. Ambas ideas requieren, para materializarse, renunciar a la crueldad y profesar un humanismo sincero. Sin agapé, jamás gozaríamos de los niveles de libertad e igualdad de oportunidades de los que hoy disfrutamos. A pesar de los peligros que acechan a la moral a nuestros días (de los nuevos adanismos, relativistas, amorales y destructivos), nuestras más altas cotas morales han sido alcanzadas gracias a la compasión que la agapé ha extendido. Y lo cabal, más allá del credo de cada uno, es reconocer que jamás habríamos absolutizado el valor de la vida, salvando y cuidando a los más vulnerables, ni nos habríamos elevado sobre eugenesias como la espartana, sin el ejemplo de Jesucristo.

Nietzsche y Bakunin mediante, este furor anticristiano (anticompasivo) sería después exacerbado por los totalitarismos del siglo xx. La admiración por Roma y Esparta de Hitler, Himmler y el resto de la cúpula y la intelligentsia asesina nazi es bien conocida. El texto nos aporta las espeluznantes palabras que abrirían paso a los espeluznantes hechos; los campos de concentración, las violaciones y la infinita destrucción partieron de las conclusiones de Nietzsche: el poder como moral gozosa, la virtud como cualidad de los fuertes con derecho a aplastar a los débiles, el cristianismo como «moral debilitante propia de esclavos». Lo que siguió dejó su herida indeleble en la historia: un proyecto homicida de hacer de cada eslavo un ilota, de cada judío una alimaña que había que exterminar a toda costa, etcétera.

La adoración sin medida de la antigüedad clásica que lleva a la amoralidad cursa con una denigración sin límites de la Edad Media. Esta ceguera a los logros de una época que no fue una colección de sombras, sino que también trajo muchas luces, no es solo una paletada cultural: tiene consecuencias en la ética, porque invisibiliza el legado moral del cristianismo. Lo más notable, en este caso, es la confusión de los crímenes del poder eclesiástico cuando se alió con el poder terrenal —convalidándolo— con las indubitables contribuciones morales de un credo que te exige mirar al otro como un igual e incluso amar al enemigo.

El conocimiento moral, afortunadamente, avanza. Hoy sabemos muchísimo más sobre en qué consiste el bien de lo que sabían los griegos y los romanos. Junto al placentero deber de conocer nuestros orígenes clásicos, tenemos también la obligación de entender todo lo que Roma y Atenas desconocían, y cuánto hizo Jerusalén (no exenta, por supuesto, de defectos) por hacer del mundo un lugar mejor, más compasivo y ético. Esto es lo que nos recuerda el profesor Rodríguez de la Peña en su desgarrador y lúcido texto; que sacar a Jesucristo de la ecuación moral de la humanidad, como hicieron los jacobinos, los bolcheviques y los nazis, es siempre el preludio de desastres cruentos.