Javier Pereda Pereda

En el solemne acto de apertura del año judicial del jueves pasado, la Fiscalía del Estado presentó su memoria anual. Entre otros aspectos señalaba el aumento de casos de agresión sexual de menores, un 45% más, hasta alcanzar los 974 el año pasado.

Esta institución atribuye la causa de este alarmante incremento a la carencia de una adecuada formación afectivo-sexual y al acceso precoz a material pornográfico, que conducen a la trivialización de las conductas violentas y a una concepción equivocada de las relaciones sexuales.

Me permitiría sugerir al fiscal general del Estado que invitará al profesor de Harvard y de Salud Pública, Miguel Ángel Martínez-González, para arrojar mayor claridad e individuar las causas de este preocupante crecimiento de los delitos sexuales entre los jóvenes. En un reciente estudio científico y a la vez divulgativo: “Salmones, Hormonas y Pantallas” (Editorial Planeta), expone los efectos en los jóvenes del uso abusivo y dependiente de las pantallas y las redes sociales. Éstas generan adicciones como el botellón, y favorecen el uso compulsivo de la pornografía, que, a su vez, aboca en la promiscuidad sexual; la banalización sexual conduce a las enfermedades de transmisión sexual.

En este proceso de descontrol entran en escena los anticonceptivos y el aborto, promovidos por las autoridades públicas; siguiendo la novela de Stevenson sobre el doctor Jekyll y señor Hyde, por el día actúan de pirómanos y por la noche de bomberos. Esta situación daña la salud mental de estos jóvenes con depresiones y proliferan los suicidios; estas conductas provocan distintos tipos de cáncer.

Para intentar paliar y erradicar la violencia sexual que denuncia el fiscal general del Estado en su Memoria, habría que profundizar en las causas. Esta visión global y científica la desarrolla con brillantez este experto, cuyas publicaciones tiene acceso en revistas especializadas como New England Journal of Medicine, Nature, Harvard Health Journal o The Lancet.

Se da un farisaico y contradictorio voluntarismo de los poderes públicos al intentar solucionar datos incontestables e inquietantes, pero a la hora de la verdad no se adoptan las medidas precisas, por contradecir la corrección política. Prueba de ello es la reciente decisión de la consejera de Salud y Consumo de la Junta de Andalucía de crear un equipo de ginecólogos voluntarios, que se desplazarán a los distintos hospitales de la provincia de Jaén (el único lugar que las mujeres que quieren abortar tienen que desplazarse a otro lugar), para, de esta forma, cumplir los preceptos de la ley del aborto 2/2010. Así se votó en el parlamento andaluz por todos los partidos, con la abstención del PP y en contra de Vox.

En vez de aportar soluciones positivas e imaginativas a los problemas económicos, sociales y psicológicos de cientos de mujeres embarazadas, las asociaciones feministas y el Ministerio de Igualdad sólo encuentran la de cercenar la vida, que, en nuestro país, asciende a 90.198 abortos provocados.

En vez de implementar medidas contra el invierno demográfico que estamos padeciendo desde los últimos treinta años —con un reemplazo generacional negativo de 1,32 hijos por mujer, cuando la tasa de reposición generacional es de 2,1—, se apuesta por la insolidaria, cobarde e inmoral cultura de la muerte. Sin embargo, desde asociaciones privadas como RedMadre, sin apenas ayudas públicas, han atendido a 60.000 mujeres, según su memoria anual de 2022; en total 300.000 madres, consiguiendo que el 87% acaben por tener al bebé, simplemente al proporcionarles la ayuda que necesitan.

La pregunta que surge entonces es ¿por qué se destinan cantidades ingentes de dinero a chiringuitos feministas, a amputar jóvenes con operaciones de cambio de sexo, a exterminar a seres humanos indefensos o a legalizar la eutanasia bajo el amparo de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, y no se emplean en evitar la acción de mayor violencia contra la mujer, la de matar al hijo en sus entrañas?

La respuesta a los interrogantes que se formulan en la apertura del año judicial pasaría, en primer lugar, por remediar la esquizofrenia y los prejuicios ideológicos que adolece la clase política, que inoculan a la base social de este país. La educación sexual de los jóvenes se deberá transmitir antes que nada en la familia y después en los centros de enseñanza. Seguiremos dando palos de ciego si pretendemos encontrar soluciones epidérmicas e ideológicas al aspecto de mayor calado antropológico.