El amor para el que fuimos creados

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En este artículo, ahondaremos en el Amor del Padre. Comenzaremos por el origen, en el para qué fuimos creados. Seguiremos explicando qué pasó cuando sobrevino el pecado. A continuación, introduzco un análisis de La vida es bella, film en el que vemos ejemplificado en Guido el amor con el que debemos amar, semejante al de Jesucristo. Concluiremos con el anhelo de más que todos sentidos, el deseo de Cristo, pues como dice San Agustín, “nos hiciste, Señor, para ti”. ¡Comencemos!

El sueño original de Dios

Desde el principio, hombre y mujer fuimos diseñados para un amor que sea capaz de reflejar el mismo misterio de Dios. El Génesis nos recuerda que como seres humanos fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,27). Solemos pensar que esa imagen se entiende a través de la racionalidad o la libertad y, aunque es verdad, hay mucho más.

Somos imagen y semejanza, sobretodo, en nuestra capacidad de amar como personas. Como nos recuerda San Juan Pablo II, “el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible (…) si no se le revela el amor, si no lo encuentra, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Redemptor Hominis, 10).

La Teología del Cuerpo, conjunto de catequesis de Juan Pablo II, señala que el cuerpo humano “desde el principio” tiene un significado especial: está hecho para expresar el don sincero de uno mismo.

¿Qué significa esto? Que si dedicamos tiempo a contemplar el significado de nuestra sexualidad, nos daremos cuenta de que esta solo puede realizarse en la medida en que como personas nos donamos a los demás. Es decir, nos realizamos cuando somos capaces de entregarnos a los demás por amor.

Una forma especialísima de ese entrega se encuentra en la sexualidad: una sexualidad hedonista, en la que uno mismo se coloca como su fin, no es capaz de dar vida. En cambio, una sexualidad donada, entregada por amor, siempre es fecunda.

En el jardín del Edén, antes de la caída, Adán y Eva se miraban sin vergüenza (Gn 2,25). Esa mirada pura reflejaba el amor original. Podían ver en el otro no un objeto de uso para satisfacer los propios deseos egoístas, sino una persona llamada a la comunión. Este amor originario se vivía como transparencia: desear al otro significaba querer su bienestar, alegrarse de su existencia y saber que estaban hechos el uno para el otro, sin miedo ni rivalidad.

La herida del pecado

Esa plenitud original fue rota por el pecado. San Pablo lo describe como “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida” (1 Jn 2,16). El corazón humano, creado para la entrega, se volvió hacia sí mismo y comenzó a sentir la tentación de usar al otro para su propia satisfacción.

La vergüenza que surge inmediatamente después de la caída (Gn 3,7) revela que la mirada ha cambiado. Ya no es una contemplación del misterio, sino que se convierte en sospecha, deseo de posesión y miedo a ser herido.

El hombre y la mujer, que habían sido creados para la transparencia del amor, ahora sienten la necesidad de cubrirse, protegerse y esconderse. San Juan Pablo II lo explica con claridad: “el corazón humano se ha vuelto campo de batalla entre el amor y la concupiscencia” (TOB 32,3). Esta ruptura interior no destruye la vocación al amor, pero la hiere profundamente.

El cine como espejo: La vida es bella

El cine tiene una asombrosa habilidad para reflejar esas tensiones entre el amor original y el dolor del corazón. Una película que lo captura de manera brillante es La vida es bella de Roberto Benigni.

Guido se enamora de Dora, una mujer aparentemente inalcanzable. En lugar de intentar poseerla, él la conquista con su ternura, su humor y su creatividad. La famosa frase que repite cada vez que aparece de manera inesperada es: “¡Buenos días, princesa!”. Esa simple expresión revela que la mirada de Guido no es de dominio ni de exigencia, sino una celebración del otro. Él no la usa, la admira; no la oprime, la hace sentir digna y especial.

Más adelante, en el campo de concentración durante la II Guerra Mundial, Guido se enfrenta a la brutalidad del mal. Allí surge otra dimensión del amor: el sacrificio. Para proteger la inocencia de su hijo Giosuè, convierte la tragedia en un juego. Le hace creer que todo es parte de una gran competencia donde el premio es un tanque real. Con cada pequeña mentira piadosa, Guido revela una verdad más profunda: el amor, en su forma más elevada, implica ofrecer el propio dolor por el bien del otro.

La escena final es desgarradora y, al mismo tiempo, gloriosa. Guido, llevado a la muerte, se asegura de que su hijo no lo vea sufrir. Antes de desaparecer tras una esquina, le guiña un ojo y sonríe, como diciendo: “sigue adelante, yo estoy contigo”. Ese gesto resume lo que es el amor según el plan de Dios: ser como niños, capaces de recibir la entrega silenciosa de Cristo, para que nosotros podamos vivir.

Solo siendo receptivos a este amor, podremos vivir un amor maduro, en el que nosotros mismos nos entreguemos por los demás. En contraste con la lógica del pecado, que tiende a usar y temer, Guido demuestra que, como afirman las Escrituras, el amor es más fuerte que la muerte (Cf. Ct. 8, 6) y, por eso, es fecundo.

El deseo de plenitud

A pesar de nuestras caídas, el corazón humano sigue anhelando ese amor original. Ninguna herida puede borrar por completo la verdad que está grabada en lo más profundo de nuestro ser: estamos hechos para la comunión.

San Agustín lo expresó de forma muy clara: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I,1). Esa inquietud es una señal de que nuestra vocación al amor sigue viva.

La buena noticia es que Dios no ha abandonado a la humanidad herida. En Jesucristo, el nuevo Adán, se revela un amor que sana y restaura. Su cruz es el acto supremo de entrega y precisamente por ello nos da la verdadera vida. ¡No hay vida fuera de su cruz!

Cristo no elimina mágicamente la concupiscencia, pero nos ofrece la gracia para purificar el corazón. En el Sermón del Monte, dice: “bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Esa pureza no es el resultado de un esfuerzo humano en solitario, sino un regalo del Espíritu Santo que renueva desde adentro.

La redención del cuerpo no consiste en negar los deseos, sino en integrarlos en el amor verdadero. Se trata de aprender a mirar con los ojos de Cristo, que no ven un objeto, sino a un hijo o una hija de Dios.

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En el Principio, entonces, Adan y Eva podían ver en el otro no un objeto de uso para satisfacer los propios deseos egoístas, sino una persona llamada a la comunión. Con el pecado original, el hombre y la mujer, que habían sido creados para la transparencia del amor, ahora sienten la necesidad de cubrirse, protegerse y esconderse. En contraste con la lógica del pecado, que tiende a usar y temer, recordemos que, como afirman las Escrituras, el amor es más fuerte que la muerte (Cf. Ct. 8, 6). Y no dejemos de anunciar la Buena Nueva: Dios no ha abandonado a la humanidad herida. En Jesucristo, el nuevo Adán, se revela un amor que sana y restaura.

P. Elías Duff

Publicado en Ama Fuerte