Javier Pereda Pereda

Acaba de celebrarse la festividad de uno de los personajes más fascinantes del Evangelio, estrechamente unido a los misterios centrales de la fe cristiana. María Magdalena era natural de Magdala, de donde toma el nombre, situada junto al lago de Galilea, al norte de la ciudad de Tiberíades.

Se le ha identificado con la mujer pecadora, que secó los pies de Jesús con sus lágrimas, o con María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, que ungió con perfume la cabeza de Jesús, en casa de Simón el leproso. Pero son tres personas distintas.

Su vida adquiere un relieve especial al constituirse en una protagonista cercana a la Pasión de Cristo, el momento histórico más trascendental de la humanidad. San Agustín decía que “Si quieres conocer a una persona, no le preguntes por lo que piensa sino lo que ama”; esta consideración tiene plena aplicación a esta mujer israelita de galilea.

Se puede comprender el inmenso agradecimiento de María Magdalena a Jesús de Nazaret, por expulsarle “siete demonios”, liberándole del mal que le afligía. Por eso, se entiende que, mientras todos los apóstoles, excepto Juan, huyeron despavoridos durante la Pasión de su Maestro, ella, junto a la Virgen María y las santas mujeres, fueron los únicos que permanecieron fieles al pie de la Cruz. Una clara manifestación de un amor fuerte y recio. El mismo que le llevó, en la madrugada del domingo, a tomar la iniciativa junto con otras dos mujeres, para embalsamar el cuerpo de Jesús, enterrado la tarde del viernes.

No pensaba que Jesús estuviera vivo, pero el amor le animó a realizar este generoso gesto de ternura. La sorpresa fue grande al comprobar que la piedra redonda del sepulcro la había removido un ángel de blancas vestiduras. Entonces se produce un anuncio impresionante: vosotras buscáis a Jesús el crucificado, pero no está aquí, ha resucitado como había dicho. Y el ángel les ordenó que se lo contaran de inmediato a los once apóstoles.

Las tres mujeres, llenas de temor y de alegría, partieron a hacerlo a toda prisa, pero estos no las creyeron. Ante la posibilidad remota de que fuera cierto, Simón Pedro y Juan se dirigieron corriendo al sepulcro. Llegó primero Juan, que no entró por respeto a Pedro; éste entró y vio los lienzos plegados, luego el discípulo amado fue el primero que “vio y creyó”. No así los otros diez, y menos aún Tomás.

Pero todavía nadie había visto al resucitado. Esta situación creó en María Magdalena una mayor inquietud, y volvió de nuevo al huerto donde estaba el sepulcro; allí lloraba desconsolada por su inmenso amor, “como una magdalena”. Encontró a dos ángeles que le preguntan: por qué lloras; a lo que responde: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”; es decir, sigue pensando que está muerto.

En este momento Jesús transfigurado, con su cuerpo glorioso, realiza su primera aparición a la Magdalena, que no le reconoce, porque cree que es el hortelano. El diálogo resulta conmovedor: ¿Mujer por qué lloras? ¿A quién buscas? Y le responde: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y lo recogeré. Jesús la llama con su inconfundible tono entrañable de voz: ¡María! Y ésta responde: ¡Rabbuni! (Maestro). Magdalena se apresuró a abrazarle, pero Jesús le explica: suéltame, que aún no he subido a mi Padre.

Magdalena anunció a los apóstoles: “¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas”. Aunque nada dicen los Evangelios, mi interpretación apócrifa, pero verosímil, es que antes de que Jesús se apareciera a María Magdalena, lo hizo con su Madre. Santo Tomás de Aquino hace una bella comparación al respecto: “Así como una mujer (Eva) anunció al primer hombre (Adán) palabras de muerte (le ofreció comer la manzana y desobedecer a Dios), así también una mujer (María Magdalena) anunció a los apóstoles palabras de vida”. Es lo que le lleva a san Juan Pablo II, en la carta “Mulieris Dignitatem”, a nombrar a María Magdalena como “Apóstol de los apóstoles”.

En tiempos de Jesús con María Magdalena, y también ahora, las mujeres contribuyen activamente con las cualidades que les son propias como inteligencia, sensibilidad, fortaleza, piedad, celo apostólico, afán de servicio, capacidad de iniciativa y generosidad, a liderar la apasionante aventura de transformar la sociedad.