A mí me gusta dormir con la ventana abierta y me molesta la camisa del pijama porque se me enreda al darme la vuelta y tengo que andar continuamente enderezándola. También me gusta escribir y jugar a pádel, aunque me temo que hago mejor lo primero que lo segundo. No estoy muy bien dotado para el baile ni para el canto y tengo una cierta dificultad para seguir con atención las conversaciones, en especial si van pasando de tema a tema a la velocidad de mis hijas. Por otra parte, tengo unos cuantos defectos contra los que lucho cada día y que no voy a escribir aquí porque hablar de los defectos de uno mismo es una forma sutil de soberbia (por cierto, uno de mis defectos).
No creo que nadie pueda hacerse cargo de mi personalidad con esta somera y parcial enumeración de rasgos personales. No es esa la intención. Los traigo a colación porque he leído un artículo de Tomás Melendo, gran amigo de Loles y mío, muy interesante, cuya tesis principal me gustaría compartir. Pienso que puede ayudar bastante a mejorar nuestras relaciones conyugales, familiares y sociales.
El titular podría ser este: lo que de verdad nos molesta de los demás no son los defectos ni las limitaciones, sino las diferencias.
En la breve enumeración de mis rasgos personales, he introducido alguna diferencia con mi mujer, alguna limitación y algún defecto. Es fácil distinguirlos.
Tomás Melendo explica que las diferencias, que pueden provenir del temperamento (ser callado o locuaz), de la costumbre (dormir con la ventana abierta o cerrada) o de la biología (comer mucho o poco) no son defectos ni limitaciones, aunque pueden coincidir. La mayoría de ellas son consecuencia de nuestro modo de ser.
Las limitaciones son los contornos de nuestra persona, el confín que no somos capaces de traspasar porque no estamos dotados para ello: el ritmo, la capacidad intelectual, la torpeza de movimientos, etc.
Los defectos son aquello que nos hace daño a nosotros porque también hace daño a los demás y viceversa (la pereza, la murmuración, querer ser siempre el centro de atención…).
Los tres nos van a acompañar durante toda la vida. ¿Qué hacer, pues, con ellos?
La propuesta de Tomás es osada, como suele pasar con la verdad. Es la siguiente:
Las diferencias hay que amarlas y promoverlas porque forman parte de la manera de ser de la persona única e irrepetible que somos cada uno de nosotros. No que nos empeñemos en ser diferentes, sino que tengamos en cuenta que lo somos y ayudemos a las personas queridas a crecer como ellas son y no como a nosotros nos gustaría que fueran. Me encanta la conclusión/consejo a que llega Tomás: “si hemos educado igual a todos nuestros hijos (que son todos diferentes), al menos a todos menos a uno los hemos educado… ¡mal!”.
Las limitaciones, que suelen molestar cuando las detectamos en los demás especialmente si no las tenemos nosotros y no nos hacemos capaces de entenderlas, hay que conocerlas para dejarlas de lado y centrarnos en los talentos y fortalezas de la persona en cuestión (esposo, hijos, amigos, compañeros de trabajo).
En cuanto a los defectos, el consejo es centrarse en la persona, amarla a toda costa y con todos sus defectos y, amable y pacientemente, ayudarle a superarlos.
He dicho al principio que, sobre todo con el tiempo, lo que más nos molesta son las diferencias. Y así es. Los defectos y las limitaciones nos suelen molestar cuando nosotros no los tenemos: si yo soy muy impuntual y mi mujer también lo es, los dos estamos cómodos con este defecto. Si yo no sé cantar y mi mujer tampoco, a ninguno se le ocurrirá traspasar esta limitación, por lo menos en público. El problema surge con la diferencia, aunque sea de algo tan inocuo como dormir en invierno con una manta o con cinco.
Creo que aquí tenemos uno de los secretos de los matrimonios felices: enamorarse cada día más de las diferencias; querer a nuestra mujer o a nuestro marido como ella o él es y afirmarlo cada día en su única, irrepetible y exclusiva personalidad. Porque si anulamos las diferencias, ¿qué nos queda para amar? ¿Aquello que somos nosotros mismos? ¡Menudo aburrimiento!