José Gil Llorca

Si el fin de nuestra existencia es la vida eterna, la felicidad sin fin de estar con Dios, gozando con Él de su alegría infinita y perfecta, lo primero que tendremos que plantearnos quienes queremos ser cristianos, vivir la vida cristiana, es precisamente si es esto lo que buscamos y procuramos por encima de todo, con todo empeño y por encima de cualquier otra cosa. Porque si no es así, entonces, no seremos de verdad cristianos. Si alcanzar la vida eterna y el amor de Dios no es el fin principal y fundamental de nuestra vida y al que todo lo demás está subordinado, entonces no nos hemos enterado aún de qué es ser cristiano.

Es muy fácil que haya quien confunda ser cristiano con ser simplemente una buena persona, una persona que procure hacer el bien y evitar hacer el mal. Pero eso, siendo algo estupendo no es ser cristiano. Es muy fácil que algunos cristianos confundan la vida cristiana añadiendo a lo anterior realizar algunas oraciones o algunas prácticas religiosas. Tampoco esos se han enterado bien de qué es ser cristiano. Hay incluso cristianos que piensan que al final, Dios es tan bueno y misericordioso que perdonará a todos cualquiera que sea el mal que hayan hecho en este mundo y que todos iremos al Cielo. Desde luego ese pensamiento tranquiliza mucho, pero no es eso lo que Jesucristo ha enseñado ni lo que dice en el Evangelio.

Hay infierno. Hay condenación eterna, para siempre. Lo dice Jesús no una, sino muchísimas veces. Precisamente Él viene para salvarnos de ser condenados. Pero esa salvación no se realizará sin nuestra cooperación, sin la correspondencia de nuestras obras a su gracia. El tema de la existencia del infierno es una verdad de fe. Quien niega la existencia del infierno no profesa la fe cristiana. No es un tema fácil comprender cómo se compagina un Dios infinitamente bueno con la existencia del infierno, pero eso no es razón para negar lo que el mismo Dios nos dice. Será cuestión de estudiarlo más detenidamente más adelante. Pero está claro que la vida cristiana, no puede consistir en procurar no hacer cosas muy malas para evitar ir al infierno.

Así como el amor a un padre y a una madre no puede consistir simplemente en procurar no ofenderles para evitar ser castigados, el amor a Dios no puede consistir en eso. Amar a Dios no es evitar ofenderle sino procurar amarle con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda la mente, con todo el ser. No dejar de pensar en Él ni un solo momento, como el enamorado está siempre con su mente en la persona que ama. El mismo Jesús nos lo recuerda en el Evangelio: «El principal de los mandamientos es este: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu ser». Y ¿cómo se puede amar a Dios así? Sencillamente queriéndolo. Si uno quiere de verdad amar a Dios así podrá hacerlo pidiendo que Dios se lo conceda. Porque poder amar a Dios así es un don, un regalo que Dios concede a los que se lo piden.

Dios nos ha hecho libres porque quiere que le amemos libremente. Todas las cosas creadas dan gloria a Dios por el mismo hecho de su existencia. Así lo dice innumerables veces la Sagrada Escritura: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Sal 18). Pero tanto los seres inertes como los animales, dan gloria a Dios de modo necesario, como una obra de arte proclama por sí misma la magnificencia y el genio de su autor. Dios, ha querido crear también seres libres, con entendimiento y voluntad, seres personales que puedan dar gloria a Dios, no de modo necesario sino libremente, porque quieren. Pero la libertad conlleva el riesgo de que en vez de reconocer a Dios y glorificarlo, la criatura libre se niegue a ello. Y esto es lo que pasó con el ser humano.

José Gil Llorca