Pasar por un proceso de discernimiento vocacional es pasar por la etapa más hermosa que se pueda vivir. Entre el vértigo, el anhelo, la búsqueda de intimidad con Dios al preguntarle “¿qué quieres de mí?”, se suman muchas preguntas y emociones que se recordará siempre de manera muy especial.
Luego, ante el descubrimiento de nuestro camino particular, ese “momento Eureka”, ¡qué dicha, qué paz!
Es que, en lo más profundo del corazón humano reside un anhelo incesante de plenitud, de sentido y de conexión. Este anhelo no es otro que la sed de amor, la vocación primordial y universal que nos define y nos impulsa.
Acto seguido, llega otro descubrimiento hermoso. Ese proceso de discernimiento que quizás se vivió en lo oculto, muy “entre Dios y yo” (excluyendo el acompañamiento espiritual), abre las puertas. Nos abre a los demás. Independientemente del camino al que Él nos llame.
¿Abrir las puertas?
Desde que Dios nos piensa y crea, hemos sido llamados a la comunión, no al aislamiento. A la entrega, no al egoísmo. Dios, que es Amor en sí mismo, nos ha creado a su imagen y semejanza, imprimiendo en nosotros la capacidad y la necesidad de amar y ser amados.
Las diversas formas de vida que elegimos o en las que nos encontramos —soltería, matrimonio, celibato— no son sino caminos específicos para vivir esta única y fundamental vocación al amor.
¿El amor es una vocación?
El amor no es una emoción o un sentimiento pasajero. Es la esencia misma del Evangelio y el centro de la vida cristiana. Jesús lo dejó claro: el mandamiento más grande es amar a Dios con todo el corazón, el alma y la mente y al prójimo como a uno mismo.
Por otro lado, el amor cristiano no es una abstracción filosófica, una buena idea, un proyecto muy cool. El amor tiene un nombre personal: Jesucristo. Él es el Amor encarnado, el modelo perfecto de entrega y servicio.
Entonces, el amor auténtico, tal como Él lo enseña, se manifiesta en el respeto profundo hacia todas las personas, en la generosidad hacia los demás, en la compasión, en disponerse a perdonar, a servir. En definitiva, a que los demás no solo sean amados, sino que se sientan de esa manera.
Jesucristo: el modelo y la fuente de todo amor
Suena bonito, pero es difícil amar así, lo sé. Tenemos un Maestro que nos ayuda. Jesús es modelo y fuente del amor auténtico. Primero entramos en una relación personal de amor con Él, que luego nos ayuda a cumplir el propósito para el que fuimos creados y que anhelamos vivir (amar).
Es Su amor el que luego nos impulsa a un servicio desinteresado a nuestros hermanos y hermanas, arraigado en el amor a Dios. Él nos enseña que el amor verdadero es donación, sacrificio y entrega. También, nos ayuda a vivirlo de esa manera.
La vocación específica, un camino “a nuestra medida”
Cada camino vocacional específico es el que Dios, en su infinita sabiduría, considera el mejor para que cada persona se desarrolle plenamente desde su unicidad y viva de la manera más profunda su amor a Él.
Cada camino nos ayuda a servir a los demás, de una manera u otra, según esas capacidades, gustos, aptitudes, tan nuestras. Siempre la vocación a la comunión con Dios estará ligada a la llamada a la comunión con los demás.
La generosidad y la entrega, ¡siempre presentes!
Todo camino vocacional, sin importar su forma, implica generosidad, entrega y la superación del propio egoísmo. El amor es una fuerza extraordinaria que nos impulsa a un compromiso valiente y generoso en la búsqueda de la justicia y la paz.
Como comprendió Santa Teresita del Niño Jesús al decir “mi vocación es el Amor”: el amor es la vocación que lo abarca todo. La que da sentido y plenitud a todas las demás.
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Para remarcarlo, concluimos en que el amor es nuestra vocación primaria y universal, el propósito fundamental de nuestra vida.
¡Nuestra existencia no está diseñada para el egoísmo! Estamos hechos para la comunión y la entrega. En el amor -y solo en el amor-, encontramos la verdadera plenitud de nuestro ser.
Mabe Andrada para Ama Fuerte