La Divina Misericordia en mi alma (I)

Amor, Catequesis

Sin Autor

Habiendo encontrado su lugar, allí donde el dueño de la casa la recibía, Sor Faustina, tras un año de espera, ingresa en el convento de la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia. Sin embargo, desde el primer momento, Dios pone a prueba su alma. Ella se había entregado completamente al servicio divino. Sin embargo, estimaba insuficiente el tiempo dedicado a la oración, lo que generaba en su alma grandes dudas y descontento.

En una de sus primeras visiones, es el Ángel de la Guarda quien la invita a seguirle: visitan a las almas del Purgatorio, contemplando cómo la Virgen María las consuela y conforta en su añoranza de Dios. «A partir de aquel momento, me uno más estrechamente a las almas sufrientes”.

Sufriente en vida sería su alma: en la toma de hábito, «Dios me dio a conocer lo mucho que iba a sufrir». Transcurren muchos meses con una idea terrible que atenaza su alma, sintiéndose rechazada por Él, sufriendo en cuerpo y alma la desesperación, el abandono y la oscuridad. Aunque no mejora su situación, la Madre Maestra le conmina a seguir luchando, pero también la consuela: «Hermana, tenga una gran confianza. Dios es siempre Padre, aunque somete a pruebas».

En medio de tantas tribulaciones, una visita alegra su corazón profundamente: «Durante la noche me visitó la Madre de Dios con el Niño Jesús en los brazos. La alegría llenó mi alma y dije: María, Madre mía, ¿sabes cuánto sufro?» Y la Madre de Dios le contestó: «Yo sé cuánto sufres, pero no tengas miedo, porque yo comparto contigo tu sufrimiento y siempre lo compartiré».

Y nos detendremos aquí, porque una de las sensaciones que se manifiestan en el alma, cuando aquello que está leyendo presenta tanta elevación y sobrenaturalidad, es precisamente la lejanía o el descrédito.

La lejanía, por considerar inalcanzable una vida de estrecha unión con Dios como la que llevó Santa Faustina. Sin haber excedido las cincuenta páginas de su diario, puede parecer una historia de enamorados, por la constante presencia de Dios y el deseo de cumplir su voluntad y agradarle en todo momento.

El descrédito porque, con fe o sin ella, nuestra propia vida y el contexto en el que nos desenvolvemos pueden socavar nuestra percepción y generarnos incredulidad. No en vano, el mismo Jesús aludía a la fe, afirmando que, si fuera incluso minúscula como un grano de mostaza, seríamos capaces de mover montañas.

Quizá lo que más nos aleje de una lectura hecha con sencillez sea precisamente la ausencia de ésta o, lo que es lo mismo, la abundancia de nuestras pasiones y equipaje personal. Santa Faustina muestra, durante su corta vida, un amor inquebrantable y una confianza ciega en Dios. Esto, necesariamente, trae consigo el desapego de todo y la santa indiferencia predicada por San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales.

Esto no se consigue de la noche a la mañana, ni siquiera por un propósito férreo o por una voluntad firme y decidida. Santa Faustina se pone en las manos de Dios desde los dieciocho años y nunca más sale de ellas. De este modo, en estas primeras páginas, el principal propósito de estas pequeñas apostillas a las vivencias de Santa Faustina es poner el corazón en remojo, emular esa confianza infantil de la Santa, pidiendo con fe y persistencia ese abandono. Sin prisa, pero sin pausa, conscientes de nuestra miseria e impotencia, pero, sobre todo, de la Misericordia del Corazón de Jesús.

Con este pensamiento, cada página que avancemos será más nuestra que las primeras y, poco a poco, nos iremos adentrando en ese Corazón que tanto ansía recibirnos y al que tan poca atención prestamos.

Francisco Javier Domínguez