Guardaba todo en su corazón

Oración, Ser Cristo Día a Día

Ser Cristo Día a Día

Lc 2, 8-19

Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.

De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado. Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño. Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho.

María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.


 

Madre mía, este pasaje lo leo todas las Navidades y, efectivamente, quedan ya muy pocos días para celebrar esa gran fiesta: el Nacimiento de tu Hijo… ¡Jesús!

Seguro que tú, Madre mía, te preparaste muy bien para ese momento. ¡Cuánto lo habías deseado! ¡Ver cara a cara a Jesús! ¡Un Dios con rostro humano!

Esa actitud, ese deseo de ver el rostro de Dios, es ya para mí un primer inicio de oración. Después de recogerme y ponerme en presencia de Dios debería buscar Tu cara. Señor. ¡Quiero ver tu rostro! Me gusta imaginarme tu mirada, tus rasgos… Cuando hago oración no estoy hablando al vacío o a un bloque de mármol, sino a una persona con ojos, nariz, orejas, boca… Buscando tu rostro encontraré el mío. ¿Me ayudarás, Madre mía, entonces a quitarme todas las máscaras, las caretas, a despojarme de todo lo artificial que hay en mí, a quedarme sólo con lo auténtico?

Madre mía, Tú anhelabas ver al Niño. Jesús, que yo te busque más durante mi jornada, dame ese anhelo, esa presencia tuya; recuérdame que siempre me ves, que me oyes. Así, poco a poco, iré haciendo de mi vida un diálogo continuo, un diálogo divino en medio de las cosas de todos los días.

Al igual que un día a Ti, Virgen María, se te apareció un Ángel, lo mismo ocurre ese día a unos pastores -de esos que se cuentan entre los humildes del Magníficat-. Los ángeles les anuncian el inminente nacimiento de nuestro Salvador. Y, al igual que a Ti, Madre mía, te pusiste en camino hacia la casa de tu prima Isabel, los pastores se encaminan hacia Belén. Llegan al portal y allí encuentran a Jesús: el Rey del Mundo, el Creador del universo. Está envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Felicitan a María y a José. Adoran al Niño.

Adorarte Jesús, buscarte y reconocerte. Señor mío, que yo siempre, delante de Ti, me vea niño, un niño muy pequeño, como apareciste Tú ese día ante el mundo (representado en un pequeño grupo de pastores). De esta manera nunca olvidaré que soy muy poca cosa, que sólo Tú eres grande.

Madre mía, Inmaculada, Tú estarías muy contenta. No te esperabas esa visita: fue una sorpresa. Al igual que hará el resto de tu vida ante las “sorpresas” divinas, Tú guardabas todas esas cosas ponderándolas en su corazón, es decir, las hablabas con Dios. Quiero imitarte también en esto: que todo lo que me suceda, lo ponga en la presencia de Dios y le pregunté… Todo lo que me sucede, Tú lo permites, Dios mío. Que viva siempre en tu Presencia.

 

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